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1968
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1968

Actualizado 15/06/2023 09:47
Álvaro Maguiño

Imagino un paisaje suplicante, una libreta maltrecha y un bolígrafo descansando sobre un legajo constituido por palabras escritas a máquina. Una cámara Super-8. Imagino una mujer cerrando la ventana del salón. Esperando. Imagino una correspondencia interrumpida. Imagino una escena que nunca se desarrolló en Las Toscas en 1968.

Debía correr el viento allá por 1968 cuando Idea Vilariño escribía, pensaba y leía. Distrayendo la espera. Aferrándose a una anhelada posibilidad, la de la presencia junto al otro. En la antología Vuelo ciego (2004), el abandono del individuo en la confianza brindada por la espera es un tema capital. Yo, que leo porque espero, leí a Vilariño mientras esperaba y la releí mientras seguía esperando. Su poética es una recreación constante en la certeza de que en algún momento la paciencia tendrá su recompensa. He ido tanteando este sentimiento, deshilachándolo como el que quiere deshacer una prenda de lana, para buscar la pureza de las formas que toma la espera.

Quiero partir de Hacer el juego, en el que la espera no es más que desconocimiento propio y un compromiso punzante: “si es a nuestra costa / porque nos soportamos”. El abandono en este tácito acuerdo, que la espera será suficiente, conlleva la decepción de descubrirla insuficiente. Misma senda sigue Estoy aquí, con una dejadez más notable. La persona pierde su humanidad para pasar a ser una acción independiente de su contexto, desconocido pues no sabemos dónde se desarrolla. Presenciamos una confidencia: el lugar de la espera es ajeno, solo el verdadero interlocutor lo conoce “en un lugar del mundo / esperando”. En Escribo pienso leo, Idea potencia todas las acciones para que podamos confabularnos con la desesperación del que anhela una presencia. La cotidianidad y el deber se vuelven imprescindibles para eludir un nombre que, una vez terminadas todas las obligaciones autoimpuestas, terminará por manifestarse. Inmediatamente Carta I recoge el testigo. El nombre ahora es parte activa de un ritual que no busca otra cosa que solventar la ausencia. Nombre que es un apelativo cariñoso, una despersonalización, y que cierra las oraciones como el que pronuncia un “amén” en su desdichada herejía; “con fervorosa voz / con desesperación”. En Carta III, la espera vuelve a ser el acto único. Se repite, se conmemora, se reconoce como lo único que merece importancia “no hago nada sino eso / te espero”. Por su parte, No te amaba introduce la confusión o, más bien, la justificación del sentimiento. La espera se vuelve tan limitante, tan humillante, pero tan necesaria porque espera es sinónimo de ilusión, porque existe una posibilidad de hierro incandescente: “que llegabas / de paso”. Me pregunto tiene el tono de vida de una cerilla. Tras varios intentos, prende y aguarda a su muerte. Aunque Me pregunto no es una cerilla convaleciente, es la gasolina de la reconciliación con ella misma. El nombre pierde su fuerza, es un poema en el que la espera ya no es un antropónimo, sino un lugar habitable “y fui feliz vagando por la casa / esperándote”. Termino con Ya no, quizás su poema más conocido, que se construye con la imposibilidad que solemos convocar con el pretérito pluscuamperfecto del subjuntivo, ese hubiéramos o hubiésemos, pero que aquí aparece con un futuro simple negado. El tiempo al que me referí en primer lugar, sin embargo, se usa una única vez: “Ni cómo hubiera sido […] esperarnos”. Concluyo que esperar es una forma de necesitar.

Imagino una mujer que escribe en 1968 para que la esperen. La imagino pensando que quizás estamos predestinados a esperar. La imagino leyendo que muchos lugares están diseñados para esperar en ellos. Los bancos, los sillones, los escalones. Que muchos libros están diseñados para esperar en ellos. Las palabras, las imágenes, los márgenes. Que muchas personas nombran una espera.

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