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Cultura líquida
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Cultura líquida

Actualizado 08/06/2022 08:42
Juan Antonio Mateos Pérez

Cultura es «una manera de tratar con los taxistas, los grifos, los camareros, las miradas de las chicas y el tiempo que pasa»

RÉGIS DEBRAY

El triunfo del hipercapitalismo no es sólo económico, también lo es cultural: se ha convertido en el esquema organizador de todas las actividades, el modelo general de actuar y de la vida en sociedad. Se ha apoderado del imaginario, de los modos de pensar, de los fines de la existencia, de la relación con la cultura, con la política y con la educación.

GILLES LIPOVETSKY

La cultura es el modo que tiene el hombre para situarse en el mundo. El ser humano aprende en el seno de la sociedad para adaptarse al medio en el que vive, pero con su inteligencia lo transforma para hacerlo más habitable: caza para alimentarse, hace fuego para calentarse, desarrolla la agricultura, construye casas, vive en sociedad, etc. Para esa transformación pensada e inteligente de su entorno necesita la cultura: el lenguaje, la técnica, la moral, el derecho, la economía, el arte, la ciencia y la religión. La cultura no es accidental en el hombre, es un atributo esencial del ser humano, es fruto y vehículo de relación y convivencia

En la modernidad líquida se ha transformado el sentido y la superficie social y económica de la cultura. Hoy ya no se habla de ella como una superestructura del mundo real, se ha convertido en mundo, en cultura-mundo de una sociedad consumista (Lipovetsky). Con la hipertrofia de productos, imágenes e información nace una hipercultura universal que traspasa los límites y las barreras locales y nacionales, reorganizando el mundo en que vivimos. La cultura vive hoy momentos que es inseparable de la industria comercial, un mundo que tiene la circunferencia en todas partes, pero el centro en ninguna.

En nuestras sociedades, la cultura ha dejado de ser un estimulante para convertirse en un tranquilizante (Bauman), ha dejado de ser el arsenal de la revolución moderna para convertirse en un depósito de productos conservantes en la modernidad tardía. Es el resultado de la modernidad líquida o posmoderna, donde ninguno de sus elementos puede mantenerse de forma prolongada, disolviéndose todo elemento sólido, pero sin ser reemplazada por otras formas más sólidas, permaneciendo una yuxtaposición cultural, como en un mar de agua. Hoy día, la cultura ha perdido su rol primero, centrándose en la solución de necesidades y problemas individuales.

La cultura en esta modernidad líquida, se ocupa de ofrecer tentaciones y establecer atracciones, con elementos seductores, en lugar de reglamentos con relaciones públicas, produciendo, sembrando y plantando nuevos deseos y necesidades en lugar de imponer el deber (Bourdieu). La cultura no sirve a la crítica social sino al mercado de consumo orientado por la renovación de existencias. Es un producto más en el supermercado social, todos ellos en competencia por la atracción distraída y fugaz de los consumidores, buscando llamar la atención más allá del pestañeo.

En nuestro mundo líquido y posmoderno, el individuo concentra sus energías en lo individual olvidándose de la sociedad, quiere vivir sin ideales, en una libertad paradójica. El símbolo de la sociedad líquida no es ni Prometeo ni Sísifo, sino Narciso. Recordamos aquella promoción de una agencia de viajes en París que empapeló la ciudad con aquella leyenda: “En un mundo totalmente cínico, una sola causa merece que usted se movilice por ella: sus vacaciones”. Narciso solo tiene ojos para sí mismo, no para el mundo exterior. Los posmodernos renuncian a discutir sus opiniones; viven y dejan vivir. En una entrevista comentaba Lyotard:Dejadnos ser paganos”.

Es difícil pensar la cultura en la época del hipercapitalismo cultural, en el mundo de las marcas y de la sobreabundancia de información y consumo, en el mundo de los festivales, restaurantes y bares de música, un mundo lleno de escaparates y luces anunciadoras. Vivimos en un mundo donde no habido nunca tanta libertad para elegir productos, cine, lecturas, nunca se ha viajado tanto, descubriendo platos exóticos y cientos de variedades musicales. Esa abundancia de referencias, información y modelos han provocado un consumo bulímico de productos culturales.

Esta desorientación cultural en la que vivimos inmersos, desorganiza a mayor escala las conciencias, las formas de vida, la existencia individual. La cultura en mundo líquido está desorientada, insegura, desestabilizado no de forma cotidiana, sino de forma estructural y crónica. En épocas anteriores, las democracias vivían crisis y convulsiones como ahora, pero se proponían alternativas, promesas para avanzar hacia una realidad mejor. Ahora parece que no es así. Andamos perdidos en un vagabundeo general, una desorientación desconocida que puede terminar con nuestras propias libertades. La confusión ha ido sustituyendo a las grandes certezas, y este desencanto puede ser sustituido por cualquier cosa, por cualquier cultura, por cualquier política.

Es la época que se caracteriza por el no involucramiento. Vivimos en un enjambre social, que no requiere mandos, no se necesita mantener a sus integrantes bajo control, predicarles, empujarlos por la fuerza o mediante amenazas ni mantenerlos en el rumbo (Bauman). La ideología del fin de la ideología, puede interpretarse como una expresión de los círculos creadores de cultura que se inclinan por una condición humana en forma de enjambre moldeada por dos influencias: la dominación mediante la falta de involucramiento y la regulación impuesta por medio de la seducción consumista.

Si la eficacia de la información, en rapidez y abundancia ilimitada, ha experimentado un fuerte avance, no puede decirse lo mismo de la comprensión del mundo ni del entendimiento entre las personas. En lugar de un orden transparente que en principio aporta claridad y racionalidad, crecen el caos intelectual y la inseguridad psicológica, las creencias esotéricas, la secularización de las creencias religiosas, la confusión y la desorientación generales. El consumo, el universo superficial del dinero soberano, están destruyendo los valores más elementales. Un individualismo brutal que se torna en egoísmo, está cerrando como en un sepulcro bajo la superficialidad la solidaridad y la fraternidad. En este adelgazamiento de lo esencial, debemos seguir revisando los caminos a seguir. Ortega nos llamaba a “pensar con los pies”, yo diría también debemos llamar a “sentir con los pies”.

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