La Navidad nos retrotrae siempre a la niñez. Hay un trineo simbólico que nos lleva a ella, a ese país de la niñez que se halla en los territorios de la memoria. No siempre es posible llegar a tal destino. Nos perdemos por los vericuetos pragmáticos y prosaicos de la vida, que nos lo alejan y nos lo hacen irreal.
Sin embargo, la Navidad es siempre nacimiento, es renovación de la vida y del tiempo, es magia y fascinación. No en vano, en nuestra cultura, celebramos el nacimiento del Niño Dios, que viene al mundo lejos de cualquier opulencia (como nos gusta tanto exhibir en anuncios y publicidades estos días).
Y es un nacimiento que tiene que ver con la pobreza y con la sobriedad. Como ocupas –tal y como hoy se dice–, tuvieron que recalar en un portalillo abandonado, en una cuadra, porque nadie los acogía. Como hoy. Es parábola que repetimos, como arquetipo que habla de la condición humana. Ay.
Pero dejemos ese camino. Y vayamos a ese otro de la niñez, de búsqueda del tiempo perdido, como expresara Marcel Proust. Las Navidades campesinas de nuestra niñez eran pobres. Estaban marcadas por signos duales en que aparecía lo extraordinario.
En las casas, ya porque se comprara, o porque lo enviaran familiares que residían fuera del pueblo, todo el lujo era una barra de turrón duro y otra del blanco, y ahí acababa todo. O unas peladillas. Y poco más. Lo mismo que lo extraordinario era una botella de coñac y otra de anís, que configuraban, al mezclar ambos licores, el castizo ‘sol y sombra’. Pero ¿en qué casas se tenían siempre ambas botellas?
Y un dulce más humilde y más de la tierra: los “casorios”, esto es, higos secos, que se abrían y, en su interior, se depositaban unos trozos de nueces. Y que sabían tan buenos… Y esas frutas del invierno, en nuestra tierra, que nos parecían manjares: los caquis y los nísperos (las ‘niespras’).
Pero lo fastuoso no estaba en los alimentos, que eran sobrios y pobres, con nada extraordinario apenas. Para los niños, lo maravilloso era el ‘nacimiento’ o ‘belén’ montado en la iglesia; con aquellas figuras de barro elaborado y pintadas, y aquellas ‘animaciones’ (el molino cuyas aspas giraban; el río cuya agua era real, debido a artilugios mecánicos) que encandilaban a los niños.
No sabemos por qué, pero las figuras que más nos hechizaban eran las de un mozo y una moza que bailaban, ante la música tocada (en el silencio de la figura) por otro mozo, con una gaita de fuelle. Qué dulzura y qué delicadeza tenían sus expresiones y sus movimientos…
Y no necesitábamos más. La figura del Niño antiguo, en hermosa cuna de plata, también antigua, cuya rodilla íbamos a besar, tras la misa del gallo, o las de otras celebraciones festivas del tiempo navideño, era como el culmen de una magia que sigue activa en la memoria.
Pero todo aquello tan lejos de estas exhibiciones del presente, tan sobradas, tan soberbias, tan insostenibles…, tan antinavideñas.
Ignoramos si sigue habiendo trineos que conduzcan al país de la niñez. De haberlos aún, estarán en otros ámbitos que este que habitamos, marcado por tanta prepotencia.
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