La Navidad nos pone ante una paradoja. Para los creyentes celebramos el nacimiento de un niño, hijo de Dios, que viene a salvarnos por amor. Para los no creyentes varias doctrinas y personas que dan testimonio del amor: Jesús, Gandí, Buda, Luter King, Mandela, etc. Seguro que usted conoce personas que también dan testimonio.
¿Usted cree que finalmente todo tiene una motivación egoísta o cree que existe el amor altruista? Los investigadores y filósofos no se ponen de acuerdo sobre si este tipo de conductas pueden llegar a darse. Unos defienden que finalmente todo remite a motivaciones egoístas (no habría verdadero altruismo), mientras otros consideran que el ser humano tiene recursos que le permiten interesarse por el bien de los demás, sin anticipar recompensas, por motivaciones empáticas y razones éticas.
Le invito a reflexionar, es un tema discutido, entienda mis argumentos como un punto de vista que no tiene por qué compartir.
El amor es un término con tantos sentidos que para saber de qué estamos hablando necesitamos indicar el tipo de amor al que nos referimos: hasta catorce acepciones señala el diccionario de la Real Academia de la Lengua.
Tal como yo lo entiendo, en este texto, el amor es más una capacidad que un vínculo amoroso, aunque estas dos formas son compatibles y van muy bien juntas.
Está relacionado con el altruismo y la capacidad empática, la solidaridad y la generosidad. Las personas pueden vincularse con los cuidadores (sistema de apego), con las personas que cuidan (sistema de cuidados), con los iguales de manera individual (amistad), con los grupos de los que se forma parte (pertenencia), con la humanidad (amor), con seres divinos en los que se cree (amor y apego) o con la capacidad de altruismo, bien por razones afectivas empáticas o bien por motivaciones éticas racionales (altruismo).
El amor altruista es la capacidad de ayudar a otra persona y procurar su propio bien, sin buscar el propio provecho e incluso con costes para uno mismo. Supone la capacidad sin buscar el propio beneficio de obrar a favor de otra persona. Implica voluntariedad, intención de ayudar, sin anticipar recompensas. El altruismo es, por tanto, una conducta intencionada de ayudar al otro sin buscar el propio beneficio, aunque este puede darse de una u otra forma; por ejemplo, aumentando la propia autoestima, por haber hecho el bien, o recibiendo algo recíprocamente, de forma no esperada.
Personalmente pienso, usted no tiene por qué coincidir conmigo, que siendo indudable la existencia de la motivación egoísta, el ser humano tiene también otras motivaciones que le llevan a poderse comportar de forma altruista, bien circunstancialmente, con determinadas personas y en determinadas situaciones, bien, en algunos casos, en relación con toda la humanidad.
Una persona puede ayudar circunstancialmente a los demás de forma altruista, motivada por su reacción empática: la empatía es una capacidad innata y aprendida que permite al ser humano compartir emociones con los demás que, con frecuencia, llevan a tener conductas de ayuda desinteresada. Por ejemplo, una donación anónima a quienes han sufrido una catástrofe.
Una persona puede ayudar a otra de forma altruista por razones o valores morales que ha interiorizado. Valores como la justicia, la solidaridad, la caridad, la igualdad, etc., llevan a muchas personas a hacer sacrificios por los demás, a veces de forma asombrosa. Los luchadores por los derechos civiles lo han demostrado en multitud de ocasiones. Estas motivaciones «basadas en valores» pueden ser compatibles, y lo son en muchos casos, con la motivación empática, pero puede no ser así. Es decir, no es necesario siempre sentir empatía para ser solidario o altruista, porque esta motivación puede tener otros orígenes como la religión o la razón.
Una persona puede ayudar de forma altruista a otra que es «de su familia», «su amiga» o «su pareja». Es verdad que, en este caso, se puede discutir si se trata de una conducta egoísta, pero no es menos verdad que en numerosas situaciones concretas las personas ayudan, incluso con sacrificios, a un familiar, un amigo o a su pareja sin pensar en ese momento en el propio beneficio. Es decir, en contextos de reciprocidad se puede obrar también sin esperar reciprocidad a cambio, con la intención real de ayudar al otro, de buscar su bienestar, incluso asumiendo costes personales de uno u otro tipo. La ayuda a familiares enfermos de larga duración y a personas dependientes está entre los ejemplos más sobresalientes.. En el caso de los padres, es especialmente claro que, aunque se trate de un hijo o hija «suyo» (biológica o políticamente), la incondicionalidad supera todo cálculo de beneficios, llegando a tener, con frecuencia, conductas altruistas heroicas.
Algunas personas ayudan a las demás por razones de responsabilidad social, desde su cargo, desde su profesión, etc., pero sin hacer un cálculo de lo que se recibe o incluso sabiendo que esa conducta supone costes mayores que aquellos a los que se está obligado. Eso le pasa a muchos profesionales, por ejemplo, cuando van más allá de ser buenos funcionarios, buenos trabajadores ayudando a sus pacientes, alumnos, clientes, etc., mucho más de lo que la profesión exige, y sin intención expresa de obtener beneficios. Esta conducta no es excepcional, sino frecuente en algunas personas y en multitud de profesiones. Profesionales que tienen verdadero interés por el enfermo, cliente o ciudadano, sin calcular sus esfuerzos profesionales. Es más, es este verdadero interés por el otro el que en situaciones terapéuticas, sociales o educativas especiales puede conseguir curar o cambiar a la persona. Quienes trabajan en protección de menores lo saben muy bien; también lo sabía el terapeuta Rogers cuando decía que lo que curaba era la empatía, llegar a tomarse emocionalmente en serio el bienestar del otro. En la pandemia que estamos pasando, los sanitarios han dado un buen ejemplo.
Algunas personas, por razones especiales (religiosas, místicas o humanitarias), llegan incluso a amar a toda la humanidad, sintiendo realmente que «todos somos hermanos» (Gandi y Jesús, por ejemplo). Son personas que pueden llegar a sentirse en tal unión y solidaridad con los demás que establecen alianzas/compromisos a los que se entregan de por vida con grandes costes. Claro que, llegado este punto, estas personas pueden no percibir los costes, porque en su manera de vivir las cosas, quien más da, más recibe, quien ama es el más amado, etc., rompiendo así la dicotomía entre egoísmo y altruismo. Suelen estar motivadas por creencias, razones y emociones como la indignación, la empatía y los sentimientos solidarios, que seguramente no son comunes entre las personas, sino extraordinarios, hasta el punto de que son capaces de amar en cada persona a toda la humanidad. Considerar que esto no es altruismo porque supuestamente esperan el paraíso como premio es no haber entendido nada de la forma en que lo viven. Leer el libro de Gandi titulado Todos los hombres son hermanos podría sacar de duda a los escépticos. Para conducirse así no es necesario ser creyente. El médico de La Peste de Camus es un buen ejemplo.
Otro buen ejemplo es el de Buda y su sentido de la compasión, aun sin referencias a un Dios personal.
Y hay muchas personas que tienen la capacidad de hacerlo, cuidando a otras, incluso con claros sacrificios personales. Si finalmente se recibe el ciento por uno, tanto mejor, miel sobre hojuelas; pero las relaciones interpersonales, especialmente las íntimas, alcanzan su mejor nivel cuando se consigue dejar de hacer cálculos y se busca verdaderamente el bienestar del otro. Precisamente uno de los problemas mayores para vivir en pareja es la incapacidad para amar, buscar solo ser amados sin amar y esperar cuidados desinteresadamente del otro sin cuidar. Por eso, algunos autores, con toda razón, hablan del «arte de amar» (Fromm, 1989) como un aprendizaje difícil y costoso, aunque finalmente llene de sentido la vida del que ama de verdad. Para este autor, como para Kant, el amor es la capacidad de salir de sí mismo y de ayudar al otro a alcanzar el bienestar; tomarse al otro en serio, concederle dignidad, aceptarle y apreciarle como persona, no instrumentalizarle en beneficio propio. Esta capacidad en las relaciones amorosas tiene, para Fromm, cuatro características: — Cuidado del otro. Se cuida lo que se ama, y cuidar es una preocupación activa por el crecimiento y el bienestar del otro. — Responsabilidad. Supone la decisión continuada y disciplinada de ocuparse de las necesidades del otro y responder a ellas. — Respeto. Aceptar y respetar al otro, admitiendo su diversidad y su propia manera de ser. — Conocimiento. Conocer con realismo a la otra persona, sus necesidades y sus demandas.
Por eso, cuando en una pareja los dos miembros tienen esta capacidad de amar y ser generosos, la probabilidad de que la relación sea satisfactoria es mucho más elevada. Mientras, por el contrario, cuando uno o los dos miembros de la pareja son incapaces de amar, buscando siempre el propio provecho u obrando de forma recíprocamente calculada, la probabilidad de que se sientan insatisfechos es alta. Y esto es así no solo porque el egoísmo es muy destructivo en las relaciones de pareja, sino porque la supuesta equidad y reciprocidad resulta con frecuencia insostenible, porque la probabilidad de que ambos tengan el mismo sentido de la reciprocidad y la equidad no siempre es fácil. Las listas de agravios son demasiado fáciles de hacer entre los seres humanos, en general y entre amantes; lo difícil es ser cuidador generoso, aunque, por lo que sabemos, resulta ser lo más inteligente. Precisamente la ética no es la aplicación de normas morales ajenas, sino la aplicación de la inteligencia a la vida real y, en el caso de la pareja, la aplicación de la inteligencia a las relaciones interpersonales. Esto es lo que hoy llamamos también inteligencia emocional. Y lo inteligente es estar dispuesto a cuidar de forma generosa, porque es la única posibilidad de alcanzar el bienestar con otra persona. (Texto adaptado de un nuevo libro: López, F.(2022, en imprenta). Estilos amorosos. Madrid: Pirámide.
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