Si examinamos el atlas de los pueblos pastoriles del planeta, enseguida evidenciamos el arraigo secular de la trashumancia en las penínsulas europeas del Mare Nostrum, afrontadas al nomadismo de las costas africanas. La migración trashumante, basada en el aprovechamiento estacional de pastizales complementarios, modeló el paisaje agropecuario, curtió un tipo humano de vida cíclica en su trajinar entre "extremos", reportó riqueza material a las economías preindustriales y comportó una trama de caminos pecuarios.
De resultas, en los países mediterráneos se crearon gremios que ampararon el ramo: la afamada Mesta en la Corona de Castilla, la Casa de Ganaderos en la de Aragón, la Dogana de Foggia en el Mediodía italiano, y, de menor entidad, las de la Maremma, las islas de Córcega, Cerdeña y Sicilia, las sierras de Portugal, el mosaico de los Balcanes, los valacos de Rumania y los sarakatsani de Grecia. Esta geografía del pastoreo meridional enlazaba por el norte con la vida ganadera de tipo alpino y con los lapones septentrionales, mientras que por el sur lo hacía con el nomadismo del desierto, por donde caminaban las caravanas de camellos de los anatolios y las de dromedarios de los países arabobereberes. En suma, henos ante las señas de identidad de los pueblos pastoriles de Europa, entre los que destaca por su importancia y longevidad nuestra trashumancia ibérica.
En este sentido, al adentrarnos en el ciclo trashumante de una sociedad pastoril como era la castellana, debemos clarificar sus modalidades ganaderas. Pues bien, desde la Alta Edad Media se acuñó el concepto de Cabaña Real de Castilla, quedando definida como el conjunto de todos los ganados del reino y sus dueños bajo el amparo del monarca en el uso de prerrogativas mayestáticas. Dentro de ella podemos distinguir una triple tipología pastoril
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