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El medallón de Franco en la Plaza de Salamanca: ética y estética
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SECUELAS VIGENTES DEL FRANQUISMO (I)

El medallón de Franco en la Plaza de Salamanca: ética y estética

Actualizado 25/01/2017
Ángel Iglesias Ovejero

A lo largo de la Historia, el arte ha estado al servicio de la propaganda política y religiosa, que se ha encargado de cortarle a los adversarios un traje a la medida

En estos días se está ventilando la aplicación de una decisión tomada por el ayuntamiento de Salamanca hace poco (01/12/2016), que remonta a una demanda interpuesta a finales de 2014 por Izquierda Unida y no ha dejado indiferentes a algunos profesores, la prensa y la opinión pública. Se trata de la retirada del medallón de Franco a instancias de los grupos políticos del PSOE, Ciudadanos y Ganemos, con la abstención del PP, en espera de la aprobación unánime de la Comisión Territorial de Patrimonio. Esta última posición (que echa el freno con la idea de que los "bienes de interés cultural" son intocables) ya era sintomática de que queda mucho camino por andar para el cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica (2007), que preconiza la retirada de símbolos franquistas. Ahora resulta que todo depende del dictamen que haya dado un experto en historia del arte (Antonio Casaseca), en cuyas manos dicha Comisión ha puesto el informe sobre la decisión a tomar: retirada o mantenimiento del pegote añadido en 1937 (que Santiago López atribuye a Damián Villar y Josefina Cuesta a Miguel Huerta). Cabe preguntarse si este respeto con el presunto "interés cultural" de una efigie de Franco no es simplemente un eco del proceso de legitimación y santificación del "Movimiento" efectuado un año antes en Salamanca, donde las autoridades eclesiásticas lo habían calificado de "Cruzada". No es difícil de imaginar la emoción que, entre familiares de víctima del franquismo y demócratas en general, suscita la posibilidad de que este "blasón" (verdadero baldón) siga luciendo a la gloria del máximo responsable de los crímenes contra la humanidad, imprescriptibles, de los que es referente epónimo ("crímenes franquistas").

Se puede tener una idea concreta de esta reacción por las cartas testimoniales que, a través de la Asociación de Salamanca por la Memoria y la Justicia (ASMJ), deben de haber llegado a La Crónica de Salamanca, que ha publicado algunas. Nosotros mismos enviamos una de esas cartas, que salió a luz el pasado día 16, en la que se ponía de relieve la permanente "exhibición de impunidad" que tal pegote supone. En ella expresábamos el sentimiento de indignación y vergüenza ajena que produce en los hijos, nietos y sobrinos de una familia de Robleda en la que, sin contar afectados de otros tipos de represalias, fallecieron ocho personas (cuatro por sacas y detenciones sangrientas y cuatro por enfermedad y desamparo derivados de aquellas muertes) entre 1936 y 1939. No es la primera vez que escribíamos cartas en apoyo de decisiones municipales análogas a esta del ayuntamiento de Salamanca. En marzo de 2016, firmamos, con Luis Castro, un escrito para solicitar la retirada de una medalla de oro concedida a Franco por el ayuntamiento de Ciudad Rodrigo en 1954, argumentando con el recuerdo de las víctimas habidas en el ámbito comarcal, cuyo número de afectados se ha incrementado en el cómputo, pues a consecuencia de la represión fallecieron 284 personas, entre las 971 que resultaron afectadas por 1.117 actuaciones represivas en 67 localidades (totales provisionales; ver croniquilla del 31 de diciembre pasado). Y ahora concluíamos: "De todo esto, como de todos los estragos de la guerra y la represión, es responsable en primer lugar el general Franco, que, desde que se autoproclamó Jefe del Estado en octubre de 1936 hasta que murió en 1975 firmó numerosas condenas a muerte".

Es de temer que estos lamentos y razonamientos no sirvan para nada, porque las triquiñuelas legalistas dan para mucho, cuando las autoridades competentes de Castilla y León, de Salamanca y (salvo alguna honrosa excepción) de los ayuntamientos, que hasta ahora no han hecho gran cosa por el reconocimiento de las víctimas franquistas en la Capital y su provincia, parecen arrastrar un soterrado deseo de ensalzar a los responsables de la represión, cosa nunca vista en otros países democráticos en el pasado sometidos a regímenes fascistas, como recuerda la profesora Josefina Cuesta (La Crónica de Salamanca, 13/01/2017). En efecto, ¿se imaginan monumentos, estatuas y medallones a Hitler en Alemania, a Mussolini en Italia o a Pétain en Francia, así como a su más eficaces "colaboradores"? Sin duda la democracia de España es diferente, pues tolera estos disparatados anacronismos, a no ser que se deba admitir que, en esta monarquía, instalada sin consulta previa al Pueblo y sin partidos monárquicos confesos, dichas autoridades obran así porque a día de hoy se siguen sintiendo beneficiarias de las actuaciones o decisiones dimanantes de la Dictadura. Y en consecuencia, si no llegan a mostrase explícitamente agradecidas al franquismo, tampoco lo condenan de hecho. De ser esto así, quizá no valga la pena tratar de ablandar y convencer, con llamadas emotivas, a quienes no se muestran muy sensibles con respecto a la Memoria y a la Justicia, porque es muy probable que tampoco sientan aquella "hambre y sed de justicia" que en el Evangelio se califica de "obra de misericordia" ("Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia", Mt. V: 6) ¿Para qué insistir por ahí? Ya, más o menos, decía un refrán medieval que no se puede hacer beber a un burro que no tiene sed.

Ahora bien, lo que piden los defensores (y no "agitadores") de la memoria histórica no es (o no solo) una compasión tardía para las víctimas (nunca reconocidas en tiempo oportuno, ya muertas), sino el cumplimiento de la Ley, retirando un símbolo manifiesto de exaltación franquista, sin que sirva de excusa su presunto valor estético. Hace un mes Santiago López, profesor de la universidad de Salamanca y excelente conocedor del terror de estado franquista en la ciudad y la provincia, planteaba el dilema entre la estética y la ética, aplicado al caso del medallón dedicado al "Caudillo de España" desde 1937 (La Gaceta de Salamanca, 20/12/2016). Con un esfuerzo encomiable, trataba de argumentar que la ética es parte del sentido presumible en una obra de arte. Se puede discutir que la moralidad sea un criterio de valoración estética, pues "la belleza interior", las buenas intenciones y sentimientos no garantizan productos artísticos reconocidos siempre como tales. Para este reconocimiento no existen criterios plenamente objetivos y universales, como tampoco para la creación de obras de arte existen leyes ni recetas mecánicamente aplicables. En este sentido se dice que "sobre gustos no hay nada escrito", y por ello todo el mundo puede opinar, aunque a la hora de la verdad se imponga el argumento de autoridad, en cierto modo inherente a quienes se ejercitan en la semiótica, la crítica y la docencia, que pesa lo suyo hasta crear un consenso más o menos establecido en la recepción.

Las leyes, en cambio, se establecen antes de su aplicación y no necesitan ser estéticas, sino justas. Y, en consecuencia, la obligatoriedad de su cumplimiento no es tributaria, en este caso concreto, de una previa diferencia entre dos categorías de símbolos de exaltación franquista, unos "ilegales (sin más)" y otros "ilegales (pero estéticos)". De ese modo se pervierte la ley (como era moneda corriente en la aplicación de la jurisdicción militar durante la represión de antaño), tal manera que a la efigie de Franco (delictiva) le alcanza la misma impunidad que al referente histórico, pero esto difícilmente podrá ser admitido desde una perspectiva democrática por mucho tiempo que pase. Como diría un castizo, "lo que faltaba por ver es que, después de haber aguantado a Franco como dictador en vida, ahora hubiera que seguir aguantándolo en efigie por guapo".

A lo largo de la Historia, el arte ha estado al servicio de la propaganda política y religiosa, que, por añadidura, se ha encargado de cortarle a los adversarios un traje a la medida, mediante cronistas pagados para ello por quienes han ostentado el poder. En ese sentido, Franco tenía excelentes malos ejemplos, sin salir de España, y no se privó de seguirlos, pero ¿qué principios morales, históricos e incluso estéticos existen para exhibir una figura como la suya y, sobre todo, para que los españoles de hoy la toleren y sufran? El medallón de Franco, en concreto, para quienes transitan por la Plaza de Mayor de Salamanca es un producto que, en el mejor de los casos, resulta más extraño que estético. Quizá las personas mayores verán la efigie de un señor que aparecía en "las antiguas pesetas" como "Caudillo por la gracia de Dios" (¡!), pero aquí muy mejorada la exigua figura del referente, con el cuello estirado y algo de pelo, con aires de emperador romano. Los entendidos en historia se fijarán en el carácter anacrónico de este personaje, un intruso en la serie de los reyes del siglo XVIII. Pero, a la espera de la valoración efectuada por el profesor Casaseca, en el plano estético todo parece indicar que, si algún valor tiene, éste le viene del espacio que usurpa desde 1937. Y en definitiva, dado que esa figura tuviera esa condición artística o histórica que algunos le atribuyen, lo humana y políticamente correcto es retirar ese medallón y ponerlo en algún museo u otro local adecuado, como el Centro de la Memoria Histórica. Porque, concluíamos en la aludida carta, allí donde está, además de una injuria permanente para las víctimas franquistas y para cualquier demócrata, "más que un adorno es un borrón en el panorama artístico y cultural de Salamanca, adonde acuden numerosos turistas, científicos extranjeros de diversas disciplinas y jóvenes foráneos estudiosos de la lengua española y el arte salmantino".

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