A modo de conclusión a los temas de la semana anterior sobre misericordia y justicia (Congreso de Ávila), quiero replantear el tema de sus relaciones,desde un plano social, eclesial y místico, evocando en último término a Dios.
Como decía en la primera postal sobre el tema, misericordia y justicia se distinguen, y es bueno que lo hagan, pero ambas se fecundan y penetran, enriqueciéndose mutuamente. Así la misericordia no puede olvidar la justicia, y la justicia ha de fundarse en la misericordia, dejándose enriquecer por ella, porque en el momento en que no lo haga corre el riesgo de volverse injusta.
En esa línea debemos añadir que, partiendo del influjo cristiano y de la racionalidad ilustrada, la justicia tiende a ser hoy más honda, exigente y universal que en otro tiempo. En su forma actual, los estados de occidente dicen ser "estados de derecho", que cumplen la justicia. Pero, conforme a la experiencia más honda de la Biblia, podemos afirmar que en general ellos son injustos, porque ponen su economía, educación y bienestar al servicio de algunos, no de todos.
Ciertamente, las obras de Mt 25, 31-46 no pueden imponerse sin más como ley, por justicia, pero ellas están en el fondo de la conciencia jurídica de occidente, de manera que quien no las cumple no puede llamarse sin más justo, en un plano personal y social.
-- Esas obras marcan el sentido de la justicia, tal como ha sido formulada por la Revolución Francesa (libertad, igualdad, fraternidad) y las revoluciones sociales posteriores, como indica la Declaración de los Derechos Humanos (derecho a la educación, al alimento, a la casa, al trabajo y la asistencia sanitaria etc.).
-- Pero ellas son, en el sentido más profundo, obras de misericordia, con respecto al mimo Dios, como puso de relieve E. Hillesum, desde un campo de concentración, donde fue condenada a muerte simplemente por ser judía (y amante del evangelio de Mateo, que es el evangelio de la misericordia). Por eso he querido poner como imagen una foto de E. Hillessum, testigo de la misericordia "con Dios" desde el fondo del terror homicida de este mundo.
Denuncia bíblica: No hay justicia...
Como he dicho en días anteriores, las obras de misericordia de Mt 25, 31-46 son para la Biblia obras de justicia. Así lo siente la nueva conciencia social de occidente, así lo declaramos:
‒ No hay justicia si los hambrientos no comen? El derecho del hambriento a la comida es anterior a todas las leyes concretas. Un Estado que no se comprometa a alimentar a todos los hambrientos no es justo.
‒ No hay justicia si los sedientos no beben? Un Estado que (teniendo medios) no garantiza el agua a todos no es un Estado de derecho, sino una asociación política, al servicio del aprovechamiento social de algunos.
‒ No hay justicia si no se acoge y defiende a los extranjeros. Las formas concretas de hacerlo pueden variar, pero si un estado no acoge y protege a los extranjeros deja de ser Estado de Derecho, para convertirse, a lo más, a un grupo de justicia particular.
‒ No hay justicia sin garantizar vestido (dignidad) a todos. Las formas de hacerlo serán también distintas, pero la dignidad (vestido, educación) de los desnudos o desprotegidos es principio de todas las leyes. No hay Estado de derecho si no se compromete a realizarlo.
‒ No hay justicia si no se visita-cuida a los enfermos. Si el Estado no toma como prioridad el cuidado de los enfermos deja de ser Estado de Derecho y se convierte en una institución para el servicio particular de unos privilegiados.
‒ No hay justicia si no se visita, cuida y ayuda (re-educa) a los encarcelados. Frente a la ley del talión o la venganza que sigue imperando en muchos lugares, un Estado que no sea justo con los encarcelados, en línea de acogida y ayuda, no es Estado de derecho.
En esa línea, unas acciones y gestos que antes se concebían como gestos de misericordia se conciben hoy como obras de justicia, como había presentido Mt 25, 31-46 al llamarlas obras de justicia. Según eso, unos gestos que en otro tiempo aparecían como "religiosos" han venido a convertirse en expresiones de justicia racional, dentro de un Estado concebido como defensor de los derechos de todos los ciudadanos.
Camino eclesial. La Iglesia se extendió por misericordia
La iglesia de los últimos decenios ha empezado a recorrer un camino ejemplar de misericordia, expresado de formas distintas y complementarias por Juan Pablo II (Dives in Misericordia, 1980), Benedicto XVI (Deus Caritas est, 206, y Spe Salvi 2007) y Francisco (Misericordiae Vultus, 2015). Aquí no puedo exponer las propuestas de esos documentos. Por eso he preferido volver al principio de la Iglesia, para entender su forma de entender y practicar la misericordia.
La conversión del Imperio Romano al cristianismo (siglo II-IV d.C.) no fue consecuencia de una predicación o teología separada de la vida, sino resultado de una forma de vivir, de una caridad económica, partiendo de la misericordia de los fieles, como indicaremos señalando algunos de sus rasgos:
‒ Misericordia social Los cristianos se vinculaban como grupos de vida y de bienes, no sólo por una fe común y una celebración del misterio de Jesús, sino por su intensa solidaridad, en gesto de misericordia. Los cristianos se sabían enviados por Jesús para anunciar y crear una comunidad de hermanos, donde se hace presente el Reino de Dios. No se cerraron en sí mismos, como grupo separado, con leyes precisas de pertenencia y vida social (como los judíos), sino que se abrieron a todos, de un modo especial a los más pobres. No rechazaron las leyes del Imperio oponiéndose externamente a ellas, sino creando espacios más altos de justicia y misericordia social.
‒ Comunidades liberadas para la vida. Así se les conoció dentro el Imperio como grupos donde todos se ayudaban entre sí y ayudaban a los pobres. En esa línea, los cristianos se abrieron a todos los problemas sociales, familiares, e incluso intelectuales del Imperio, pero realizando siempre su misión "desde abajo", no en claves de poder, sino de humanización, en gesto supra-legal de acogida y misericordia. De esa forma, desde el siglo II al V, ellos acabaron apareciendo como el único grupo sólido del mundo romano; todo parecía ir cayendo, ellos quedan como signo de solidaridad social.
‒ Comunidad de bienes y personas. El Imperio Romano había creado una economía fundada sobre el latifundio, la explotación de grandes propiedades, los tributos, la esclavitud... Los gastos militares y administrativos eran cada vez más grandes, los bienes para los necesitados cada vez más escasos... En ese contexto, la solución de la iglesia estuvo en crear un nuevo tipo de comunión económico-social al servicio de los más pobres. Lo Iglesia no organizó la producción, ni los grandes mercados monetarios... sino la comunicación de bienes, que era el tema crucial de aquel momento. Sin necesidad de grandes planes, los obispos y diáconos de las comunidades crearon redes de distribución de bienes y de comunión de personas, al servicio de todos, especialmente de los más pobres. Fue una revolución de las conciencias y la vida social, desde los creyentes.
‒ Éste fue el signo supremo de la misericordia, al servicio de la justicia y comunión entre los hombres. En las márgenes del imperio abundaban los pobres, esclavos o libertos sin medios de fortuna, una mayoría de empobrecidos, dentro de un sistema imperial que había sido (y seguía siendo) muy rico, aunque ineficaz y corrompido. Pues bien, en ese contexto, superando el nivel de la justicia romana, la iglesia creó para pobres (viudas, enfermos, huérfanos...) una red eficaz de servicios, que abarcaban desde el nacimiento (se acogía a todos los niños, no se dejaba morir a ninguno) hasta la muerte (se ofrecía a todos unos servicios funerarios). De modos diversos, los cristianos se supieron solidarios y encontraron formas de comunicación y asistencia social muy eficaz, en línea de misericordia, creando así una conciencia superior de Justicia.
No tuvieron que cambiar las leyes de Roma, cambiaron su sentido desde un principio superior de misericordia. No tenían un ideal de puro ascetismo, ni de rechazo del mundo, sino de servicio mutuo y comunicación de bienes, de forma que con su depositum fidei (su fe en Cristo) desarrollaron un intenso depositum pietatis, un movimiento de comunicación social, con las aportaciones de todos al servicio de los pobres y necesitados, que no vivían fuera de la Iglesia (recibiendo pasivamente unos dones), sino dentro de ella, participando en su administración y en su vida.
En esa línea, la ayuda a los necesitados (viudas, huérfanos, pobres?) no era algo esporádico o casual, sino que formaba parte del mismo ser y vida de la iglesia, entendida como experiencia de comunión universal en gratuidad. Ciertamente, la Iglesia no era simple comunión de bienes, pero sin esa comunión de bienes, por encima de las leyes del Imperio (no para negarlas con violencia, sino para transcenderlas en gratuidad) no se pudo dar ni pudo crecer la iglesia. Más tarde, ya a finales del siglo III d.C., antes de la "conversión" de Constantino, la Iglesia tendió a convertirse en un tipo de poder sacral, dejando en un segundo plano la "misericordia económica", como creadora de comunidad.
Parece que ahora, siglo XXI, la Iglesia está llamada a ser, en formas nuevas, lo que quiso ser y fue al principio. Sin una nueva experiencia de misericordia social y de comunión económica de bienes, para crear "nuevas formas de justicia", la Iglesia cristiana perderá su sentido.
Misericordya y mística, un testimonio.
Esta conversión "misericordiosa" de la iglesia ha de ser integral, como quiere el Papa Francisco, de manera que ha de darse en un plano catequético y litúrgico, teológico y social, en una línea de compromiso comunitario y personal. En esa línea es muy importante la aportación de la mística, como ha querido poner de relieve este congreso, con sus dos partes, una más bíblica (en la que se ha situado mi aportación), y otra más histórica, recogiendo la voz de algunos grandes contemplativos, especialmente, como debía ser, en la línea del Carmelo (Teresa y Juan de la Cruz, Isabel de la Trinidad y Edith Stein).
No puedo añadir nada a lo que han dicho en esta línea los cuatro especialistas, aunque es evidente que se podían haber añadido otras voces de la mística clásica, desde Gregorio de Nisa hasta los grandes espirituales de la tradición rusa, desde Hildegarda de Bingen hasta los místicos renanos, desde Francisco de Asís hasta Faustina Kowalska, desde Dorothy Day hasta Oscar Romero. Todos ellos, y otros muchos, han mostrado, desde perspectivas diversas, la vinculación tan estrecha que existe este el Dios de la misericordia y el compromiso por la justicia, en un plano personal, eclesial y social.
En este contexto me gustaría añadir sólo un ejemplo estremecedor y luminoso de una mujer judía, gran amiga de Jesús, lectora apasionada del Evangelio de Mateo, desde el campo de concentración donde fue asesinada, como Edith Stein. Me refiero a E. Hillesum (1914-1943), que sentía el dolor de Dios condenado a muerte en los millones de asesinados, y decía:
Te ayudaré, Dios mío, para que no me abandones, pero no puedo asegurarte nada por anticipado. Sólo una cosa es para mí cada vez más evidente: Que tú no puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti, y así nos ayudaremos a nosotros mismos (cf. Una vida compartida, Anthropos, Barcelona 2007, 142).
E. Hillesum, judía enamorada del Dios de Jesús, descubre desde el centro de una de las mayores cruces del siglo XX (el exterminio judío) la vocación cristiana de la misericordia: Ayudar a los demás, ayudando de esa forma al mismo Dios, que he penetrado en la entraña del dolor del mundo, compartiendo así la cruz de los hombres, en Jesús y con Jesús.
Así descubrió Hillesun la misericordia de Dios, haciéndose misericordiosa, con Jesús, así experimentó en su vida la gracia y responsabilidad de la encarnación de Dios en Cristo, la redención, la vida, que ella misma debía "regalar" a Dios, proclamando e iniciando su Reino, como hizo Jesús.
Nos cuesta comprender esa señal suprema de la misericordia, como le había costado a San Pablo, el primero de los grandes místicos de la misericordia cristiana. Quizá sólo una mujer, como E. Hillesum, pudo penetrar en ese misterio del amor misericordioso (crucificado) de Dios, que ha de expresarse y expandirse en forma de justicia, para que nadie más muera como en Auschwitz, para que no sigan muriendo de hambre y desnudez los nuevos pobres, exilados y oprimidos del siglo XXI.
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