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Hoy, cuarto creciente y su pátina de valores
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Hoy, cuarto creciente y su pátina de valores

Actualizado 04/12/2015
Eutimio Cuesta

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Fíjate tú, esta mañana, he abierto mi libro por cualquier capítulo y ha coincidido con los aconteceres, que yo viví en la escuela. Nosotros no tuvimos colegio, tuvimos escuela, donde íbamos niños de todas las edades, desde los de primeras letras hasta los catorce años; y teníamos un solo maestro, que se llamaba don Jesús. Toda la vida escolar estuve con él. Tardaba un cuarto de hora en pasar lista, porque éramos sesenta, y todo un revoltijo de edades. No llegábamos nunca a aprender más de las cuatro reglas, salvo, aquel grupo de destacados, que llegaba hasta la regla de tres y de compañía. Nosotros no teníamos libros, como vosotros, ni cartera, ni iban nuestras madres o abuelos con nosotros en la ida y vuelta al y del colegio; sólo teníamos una cartilla para aprender a leer; una pizarra y un pizarrín para escribir y hacer cuentas. Nosotros hacíamos cuentas, no como vosotros, que hacéis actividades y ejercicios. Nosotros no sabíamos de la existencia de esas palabrejas, como actividades y ejercicios; eso sí, siempre íbamos jugando a la escuela: nosotros jugábamos mucho, y a todas las cosas, como fomento de valores como la solidaridad, la amistad, la participación, el compañerismo y el respeto; y cada temporada tenía sus juegos; nosotros no teníamos consolas y esos artilugios, con que jugáis vosotros, entretenimientos que tienen poco de social, y mucho de soledad y de individualismo. Nosotros nos inventábamos todo, así nunca nos aburríamos. No teníamos tiempo, a pesar de que no teníamos tele ni ordenador, y éramos felices, tan felices como puedas ser tú.

En un apartado del capítulo de la escuela, tengo escrito algo sobre la estufa: el único medio que teníamos para calentarnos una miaja en aquellos inviernos fríos, de nieves y de grandes heladas, en que tiritábamos y castañeteábamos los dientes.

Te cuento.

Me levanté aquel día muy temprano. Los chupiteles gordos y puntiagudos colgaban de los aleros del tejado. Una bandada de pájaros picoteaba la paja que el tío Ángel había desparramado por la calle sobre la nieve, para evitar que nos rompiéramos la crisma los muchachos y mayores en nuestro resbaladizo trajinar: aquello era civismo del bueno. Aquella noche había helado mucho. La voz del sereno sonaba limpia y tintineante en el hueco inmenso de un firmamento estrellado. Te daba la impresión de que el mundo fuese una damajuana transparente.

Aquel día no hubo escuela. Nuestras madres nos decían: "Quietecitos en la cama, que ha nevado y hace mucho frío". Nosotros, al oír la palabra fatídica de frío, nos arrebujábamos aún más bajo la manta, rebuscando el escaso rescoldo, que se escondía entre las sábanas.

El problema del frío, en serie, era cuando íbamos a la escuela: allí, no había calefacción ni las comodidades que tenéis hoy. No teníamos ni pañuelo para limpiarnos los mocos. No os quiero contar donde se quedaban los mocos, porque no teníamos pañuelo. La mayoría entrábamos en la escuela, calentandonos las manos con el aliento; aprovechábamos todo atisbo de calor que emanaba de nuestro cuerpo: nos bajábamos las mangas de la chaqueta; nos metíamos las manos debajo de los sobacos; nos las frotábamos hasta que se enfadaba la sangre de tanto incordio... Teníamos los pies como carámbanos, porque no podíamos alcanzarlos con el aliento. Cuánto frío! Frío que, a veces, congelaba hasta el aliento. Frío, en casa; mucho frío, en la calle; mucho frío, en la escuela y mayor frío, en la iglesia. Para amortiguar el frío, algunos niños, no muchos, llevábamos una estufa a la escuela (estufas de juguete). Había estufas que eran latas de sardinas de kilo, taladradas con pequeños agujeritos; las madres, antes de salir de casa para ir a la escuela, las llenaban con el rescoldo de paja de burrajos: era como un engaño, pues, cuando llegabas a clase, no quedaba ni una brizna de calor. Era inútil que llevásemos la cuchara para escarbar, sino había nada que escarbar; en cambio, existían las estufas de verdad, con caja de metal, tapadera agujereada y con listones de madera encima, para asentar los pies. Estas estufas sí que daban calor: un privilegio del hijo de gente pudiente; se alimentaba con ascuas de palos de encina y, para que durase más, las madres solían cubrirlas con ceniza de garrobaza bien prendida. A veces, el compañero de al lado te dejaba poner sobre la tapadera un cacho de pie, pero sólo un cacho, que, apenas, te servía de alivio; pero, en el gesto, había algo de solidaridad, y ese algo se saboreaba mucho en aquellos tiempos, en que yo fui muchacho; tan muchacho como tú, pero, con muchas menos cosas.

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