No soy un asiduo de las casetas. Casi siempre paso de largo, miro el ambiente, me tapo los oídos, porque mi tímpano no aguanta tantos decibelios, y me voy a lo mío, a mi deber; pero, el otro día, hice una excepción: la sed me recomendó que tomase una caña fría. De pinchos, mucha variedad, y le pedí, al camarero, una de morcilla de mi pueblo. La degusté con gusto. El momento me trajo la imagen de mi amigo Jorgín, el hacedor de este gustoso producto.
Yo conocí a Jorgín cuando era chico; de pequeño, Jorgín era pequeño, delgadito, simpático y bonachón: llevaba siempre la sonrisa pegada a los labios, como el fumador la colilla del cigarro; ya su personalidad, en ciernes, auguraba una seriedad y una responsabilidad, que le brotaban de forma espontánea, sin necesidad de aparentar. Jorgín vivió conmigo su niñez en la escuela y en aquellas competiciones de atletismo, en las que tenía cartel de figura provincial y ya saboreaba las grandes ventajas del espíritu de superación y de sacrificio; y, con aquellos mimbres, se ha tejido el Jorgín hombre: el hombre de oficio, que aún lleva pegada a sus labios la sonrisa y su bondad natural. Aún recuerda cómo su abuela Anita, la Antonia, la de Pedro el Norro, y su madre embutían las morcillas al amor de la lumbre, y se lo subrayo con algún detalle, pues soy un poco más viejo. Se picaba la cebolla con la media luna, mientras la abuela iba echando en el barreño rebanadas de pan amoroso y se rociaba bien todo con los primeros chorros calientes de sangre del cerdo, se removía, se le añadían las gorduras y cominos, y se dejaba reposar bajo el cacho mantel, que protegía la masa de las mojicas, luego, se lavaban las tripas con el agua del pozo, que se templaba con unos pucheros de agua caliente de la caldera, que pendía de las llares de la lumbre.
las morcillas se embutían a mano, - todo un ritual -, y se iban depositando en la caldera de cobre, que borbollaba en la lumbre. Cocían un rato con el poso del caldo baldo y se ponían a escurrir sobre una sábana de paja. Jorgín sonríe, con cierta nostalgia, la manualidad antañona de todas las cosas; hoy se ha impuesto la técnica, pero, claro es, no exenta de dura faena y dedicación. Ya, cuando Jorgín andaba con los estudios, (hace doce años) dedicaba algún rato a repartir por algún establecimiento las morcillas, que hacía su padre con la ayuda de las mujeres citadas. Hoy, la cosa ha tomado la faceta de negocio especializado, que goza de denominación de origen sin título; pues, cuando la calidad es la etiqueta, no precisa de documento escrito que la avale.
Habla Jorgín y nos cuenta que todo el proceso está tecnificado, menos las materias primas, con que se elabora el producto, que son plenamente naturales. El pan es especial, amasado de propio intento, para ser empleado en la elaboración de la morcilla en los hornos de Tordillos, Mirueña de los Infanzones e Hinojal; en cada tanda, consume treinta tortas de kilo y treinta kilos de cebollas, que le cultivan las monjas de Mancera de Abajo; como anécdota, el año pasado, se quedó con toda la cosecha monjil: unos mil doscientos kilos. El proceso de fabricación de las morcillas se inicia en la trituradora; en su tolvilla, se depositan los trozos de pan y de cebolla, que pasan, una vez triturados, a un barreño receptor; en una cazuela de acero inoxidable, se fríen las mantecas o gorduras, y se le añade un poco de cebolla; se deposita todo en la mezcladora - batidora y se le añaden las especias y la sangre, (la sangre higienizada viene de Madrid, envasada en bolsas de aluminio). Una vez elaborada la masa, se vacía el contenido en unas banastas de plástico, y se le deja un día de reposo en la cámara; después, se embuten, se atajan y pinchan; en una marmita industrial de gas, se cuecen y se colocan en las estanterías para que escurran. Actualmente, el caldo baldo se tira. ¡Lo que hay que ver! Me cuenta Jorgín que, cada semana, fabrica ciento cuarenta hilos de morcillas, y, cada quince días doscientos diez Kilos. La producción está en función de la demanda; sólo, en agosto, elaboró mil doscientos kilos de morcillas, él solito. La comercializa en Madrid, Salamanca, Macotera y, sobre todo, en Peñaranda, donde se la rifan. Hoy la morcilla macoterana goza de un cartel e identidad, que le hace ser distinta a todas.
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