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Doctorado medieval
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Doctorado medieval

Actualizado 28/06/2015
Paco Blanco Prieto

Ser doctor universitario salmantino en época medieval estaba reservado a los licenciados ricos del Estudio.

Los actuales doctorados universitarios salmantinos son herederos del grado de maestro que otorgaba el Estudio a los aspirante ricos que accedían él, ya que era condición ser hijo de buena familia para pisar las aulas, pero ser doctor había que tener una liquidez económica al alcance de pocos aspirantes.

La víspera del examen salía en comitiva el doctorando de la casa del maestrescuela, junto a los doctores que iban a participar en las colaciones del grado, al son de chirimías, sacabuches, atabales y tambores, formando el bullicio propio de estas graduaciones que duraba hasta el atardecer.

Abrían la procesión los atabaleros y trompetas; a continuación les seguían los maestros y doctores, en doble fila, portando sus distinciones académicas y por orden de facultades: Artes, Medicina, Teología y Derecho; detrás iban los bedeles con sus mazas correspondientes, precediendo al padrino y doctorando; cerrando la procesión el Maestrescuela y el rector.

El paseo terminada en la catedral donde tenía lugar el acto de conclusiones, antes de compartir al atardecer una pequeña colación en el colegio Trilingüe al que llegaban todos cansados y con deseo de satisfacer la necesidad elemental por todos conocida. Una vez que los comensales estaban acomodados en los lugares asignados a cada uno, era el momento de servir tres platos cumplidos y generosos de frutas variadas, para satisfacción de los asistentes, permitiendo que estos pudieran llevarse a sus casas cuanta fruta desearan. Uno de los platos contenía diez aceitunas cordobesas; otro varias cerezas y dos mazapanes de horno; y el tercero, tres piezas de fruta de sartén.

Por la mañana del siguiente día, el aspirante pronunciaba en el crucero de la iglesia un discurso retórico, que remataba pidiéndole al Maestrescuela tuviera a bien concederle el Grado de Maestro, siendo contestado con un vejamen, discurso simpático y distendido, cercano a la burla y al desaire personal, con el que se daba por finalizado el examen.

De esta forma tan sencilla se ganaba el magisterio en un acto protocolario dirigido por el maestro de ceremonias que, bien vestido para la ocasión y portando el báculo dorado con empuñadura de plata y el sello y armas de la Universidad, había indicado a cada cual el lugar donde debía sentarse y los pasos a seguir en todo momento.

La investidura la realizaba el padrino, en presencia del vicecanciller, del vicerrector y los doctores presentes en el acto, poniendo el anillo de oro en el dedo del corazón de la mano izquierda y depositando sobre la cabeza del doctorando un bonete con sus florúsculas y borlas del color de la Facultad correspondiente, acompañándolo después al estrado donde estaban acomodados los maestros, a quienes daba el osculum pacis et dilectionis.

Concluido este saludo, retornaba a su silla para escuchar la elogiosa gratulatoria que le dirigía en latín un estudiante de bachiller, antes de que intervinieran dos maestros haciendo uno contra el otro sus gallos, paso previo al discurso del doctorando para agradecer a todos su presencia y pronunciar un sermón en latín.

Finalizaba el acto repartiendo por los estrados siete u ocho docenas de guantes que llamaban las interinsignias, y en presencia del maestrescuela pagaba el ya maestro los derechos, tasas y propinas establecidas, para dirigirse luego con el maestro de ceremonias a un estrado superior desde el cual hacía declaración pública de lealtad con el Juramentum doctorum et magistrorum omnium facultatum, que sellaba su compromiso con las exigencias del grado de maestro, haciéndolo constar el secretario en el Libro de Actas de Juramentos.

Tal juramento rubricaba el punto final a los actos académicos de doctorado, por lo que restaban solamente las colaciones finales y los festejos propios del acto. A mediodía se celebraba el banquete en la misma sala del día anterior, adornada con doseles, alfombras y manteles, vigilados por el veedor en nombre del maestrescuela que presidía la comida y acompañados por música de chirimías, atabalillos y clarines.

Solía constar el refrigerio de un entrante, seis platos fuertes, fruta, dulces, vino y pan. Como entremeses: orejones remojados en vino blanco, pasas, almendras, guindas y naranjas. Los platos fuertes podían ser: capón relleno con jamón, medio cabrito asado con naranjas agrias, perdigón, gigote de ave con tocino, salmón, trucha, anguilas, empanada de liebre, pastel de gazapo con un par de palominos, una gallina cocida con pierna de cordero al ajo y manjar blanco, terminando la comida con un postre a base de torta real, anises, empapelados, obleas y bizcochos. Todo ello estaba regado con un azumbre de vino blanco y otro de vino tinto por cada comensal y seis panes de media libra para cada uno de ellos. Lo que sobraba del banquete era llevado en unos canastos de mimbre que los criados de cada invitado a casa de los señores.

Acababa la graduación celebrando por la tarde un festejo taurino en la Plaza de San Martín, como dictaba la tradición. Para ello, los obreros que había contratado el doctorando improvisaban una plaza de toros poniendo carros y empalizadas de madera delante de las puertas de los joyeros, sastres, plateros, guarnicioneros y aguadores que ocupaban la parte baja de las viviendas; mientras que los notarios, maestros, procuradores y oficiales que vivían en los pisos superiores, permitían acceder a sus casas a ciertos invitados y amigos, para presenciar cómodamente el festejo desde los balcones y ventanas.

Se lidiaban cinco toros, dando la oportunidad a los asistentes de lucir sus habilidades ante los bravos animales, invitando a quien lo deseara a saltar al ruedo para intentar confundir al toro con cualquier elemento que pudiera despistarle para evitar sus envestidas. Entre la muerte de un toro y otro, se ofrecía a todos los espectadores confitura de cidra, cerezas, peras camuesas, roscones y almendrones bien horneados con azúcar, huevo y pasta de almendras, para levantar el ánimo de los espontáneos toreadores.

Finalmente, por la noche no faltaban las rondas y luminarias entre el bullicio de los estudiantes que recorrían las calles con antorchas, dibujando el vítor del doctorando en las muros y fachadas de las casas con pintura rojiza, elaborada a base de pimentón, almagre y sangre de toro.

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