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Adioses a destiempo 
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Adioses a destiempo 

Actualizado 17/12/2020
Valentín Martín

Uno no gana para sustos. Acabo de enterarme de que hay mujeres famosas y nada enclenques, con todo en su sitio y muy goloso, sin nadie que las vista. Que los modistos se niegan, vaya. El tema me ha parecido muy curioso aunque no tanto como para seguir leyendo y averiguar el motivo.

Hace un par de años o así me llamó Felipe VI para comer. Me sorprendió porque en las comidas que tuve con su padre, el rey emérito, nunca estuvo él que era muy chico. Además no sé qué pintaba yo -de material liberto y republicano- dándole a los fideos y a la lengua con un pimpollo monarca. Pero como soy educado - y no como el alcalde de Monforte de la Sierra- dije que sí.

Ya sé que estáis pensando que los paliques con el rey emérito desde que era don Juanito me convierten en un corrupto pasivo. Las cosas no son tan sencillas, pero os comprendo y os perdono. ¿Que de todos los cafés del mundo tuvo que elegir Risck's, el mío? Pues sí, qué le vamos a hacer. Pero si elige el otro habría sido mucho peor. Y si llama alguien y no es el cartero sino el primo, qué te voy a contar. Para mí, el problema con el rey emérito y sus citas estaba en que luego quería que mi santa nos acompañase a la hora de las cenas con la suya y sus hijas. Y eso era un pastón en los vestidos de la mía.

Cuando llamó Felipe VI (pongo los números romanos para no confundirnos de Felipe) dije que sí. El vestuario de mi santa estaba resuelto porque ahora hay tiendas de chinos. El problema radicaba en el mío. Porque de parte de Felipe VI me ordenaron ir de tiros largos. Y hace muchos años que regalé todos mis trajes y no tengo ninguno. Así que a vuelta de correo me desdije y contesté que no iba. Lo mismo que a una agitadora cultural que me llamó para leer un poema en su ciudad. Me dijo que me tenía que vestir de guapo porque iba el alcalde. Ni que fuera Pedro Crespo y ya se sabe que del rey abajo ninguno (Rojas Zorrilla, que luego me llaman de todo). Estamos como para robarles yo la herencia a mis nietos comprándome un traje, amos anda.

¿Qué está pasando? Que vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseaos, ya lo dijo el tango. Y esto no lo entiende ni cristo que lo fundó. Una vez dije algo parecido en un recital y una se me salió. Y se fue a rezar por mí al Valle de los Caídos cuando el Valle de los Caídos era el Valle de los Caídos y no como ahora, profanado por los rojos, esos políticos de tres al cuarto que ni se lavan.

La pobre rica mujer no sabe que la frase ni cristo que lo fundó es muy socialista. En las trifulcas que tenían José Borrell y José Bono se pronunciaba a destajo. Empezaba uno con su padre panadero de La Pobla, continuaba el otro con que había nacido en una pocilga, la cosa se enredaba hasta que uno de los dos decía eso de ni cristo que lo fundó. Qué paciencia había que tener.

Me parece que voy a desembocar ya en el tema y dejarme de introitos. Pero antes tengo que aclarar algunas cosas sobre mí y los mensajitos tan paisanos que me mandan a escondidas como los adúlteros profesionales. Es cierto que yo quemé un convento de monjas en Salamanca, cerquita de las Úrsulas. Creo que lo he dicho ya, pero por si acaso repito que fue sin querer y por lujuria que yo consumé en la casa del torero portugués Amadeo Dos Anjos, (Q.E.P.D.) en el Paseo Canalejas, la Nochevieja de 1966, a las tres y cuarto de la mañana. A esa misma hora estarían haciendo lo mismo los nobles con sus legítimas, esas que van al campo a cuidar rosas.

Soy un superviviente con buena suerte y el olfato de un niño de pueblo que tuvo como paraíso la calle. Sólo así se entiende que estuviese tantos años en el seminario y saliese de allí con un bachillerato de lujo pero habiendo olvidado saber rezar el rosario, cuando de más chico en Santa Inés yo lo rezaba para los mozos y las mozas como si fuese "Pasapalabra". Para librarme de esto último me hice sacristán. Y cuando me enteré por un amigo de que un sacristán en Salamanca cobraba 1.000 pesetas (justo lo que me costaba la media cama donde dormía) le pedí al cura el puesto de sacristán. Se negó. Le dije que entonces me hacía luterano, que me habían ofrecido trabajo en un hospital luterano de Lyon (era vedad). Y que para irme a Francia a trabajar como luterano le exigía los papeles para apostatar. Fue entonces cuando el cura se acojonó, porque alguien apostatase en Salamanca a comienzos de los 60 significaba que el obispo mandaba al cura al último pueblo de la raya con Portugal, por haberse dejado escapar a una oveja.

El otro día mi santa encontró en casa una amenaza de muerte. Iba dirigida a mí y data de 1974. El matasellos es de Don Benito, un pueblo extremeño muy grande. No me lo explico porque yo las destruí todas, le oculté el peligro y el miedo. Hasta la bomba en los buzones nunca existió para ella, sólo la conoció Umbral que me hizo sitio para escribir y charlar en el bar donde él pasaba las mañanas con su Olivetti lettera 32.

Ahora que ese fenómeno de los anónimos ha resucitado, releo algunos mensajes privados actuales con el rechinar de dientes ante algunas de estas columnas y me produce tristeza que el Valle de los Caídos siga siendo el Valle de los Caídos en una tierra que goza del privilegio de tener el primer alcalde de Vox. Y sueño con mi casita en Siena donde Caín no existe y el tiempo feliz se paró.

Me doy cuenta de que llevo 60 años escribiendo en libertad todos los días un artículo, dos o tres. Para publicaciones españolas, para Francia, para Alemania, y para Venezuela. (Sí: Venezuela, rásquense los mensajeros de la capa). Y que nunca me han echado de ningún sitio. Yo sí me he ido y por razones variadas. Por ejemplo: cuando el director del periódico más importante de este país me llamó de usted. En periodismo, el usted no existe. Y quien lo pronuncia está levantando un muro del frío que a Quevedo y a mí nos horroriza. El frío: vaya con dios. Y no hace falta el Conde Duque de Olivares para que yo me vaya también.

En un momento como este, donde hay miles de compañeros en paro, un viejo periodista tiene que decir no a algunas ofertas. Esto no significa que yo sea bueno, sino que meto una y otra vez el hocico en el olor de la calle y escribo -salvo hoy- sobre cosas que interesan a la gente. El periodismo y la literatura se diferencian en eso.

Hacer periodismo es contar lo que pasa, y ahí sobran los calentones literarios, basta la herramienta del lenguaje. Mi santa se lo dejó claro hace poco a un médico o no sé a quién que refunfuñaba porque yo estaba dándole a la tecla y besuqueándome con la asfixia: el día que mi marido no escriba, es que está muerto. La que estaba muerta era una mujer, sola en la cocina de su casa, después de múltiples llamadas de su marido a quien ella puso a salvo. Yo quería saber el listado de esas llamadas y las del centro de salud y las del hospital también. Y luego contarlo. No había ninguna llamada con origen de estos dos. Yo tengo parte del puzzle encajado, pero perdí el apetito y ahí dejo el trabajo casi hecho por si algún periodista decide acabarlo.

A mí se me va el corazón a 1966. Y me pregunto qué fue de aquella muchacha la noche en que el convento ardió. Porque querría que fuese más que una parábola: el viento del pasado nunca vuelve aunque el paisaje no cambie. Y yo me fui con ese mismo viento.

Yo no puedo seguir el consejo de Enrique Santos cuando dice no pienses más, siéntate al lao. Valoro mucho la hora soleada de las noches. Pero sobre todo, el compromiso toscano de la paz y la conciencia. Aunque el trigo se ponga melancólico y a los dueños de las besanas infinitas crujan los dientes en mi Messenger.

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