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Actualizado 09/11/2019
Ángel González Quesada

Con el velado desprecio que desde hace años caracteriza las informaciones periodísticas contrarias a los intereses de una alianza político-económico-informativa cada vez más casta (no de castidad), se dan noticias del desarrollo de diversas huelgas, por ejemplo la reciente realizada hace días por los empleados públicos de Castilla y León en reivindicación del cumplimiento de los compromisos de duración de jornada laboral adquiridos, y no cumplidos, por la Administración. Y, como es ya habitual, a la ridícula (y nada inocente) disparidad de cifras de seguimiento de las huelgas ofrecidas por las dos partes del conflicto, se suma el repetido intento informativo (televisivo, de radio, en las redes sociales y en los periódicos) de desprestigio y descrédito de la acción de los trabajadores en huelga mediante el insulto, la tendenciosidad informativa, el desprecio y el intento de ridiculización de sus acciones, en una ya indisimulable aversión (muy aplaudida por amplios sectores de la sociedad) por cuanto tenga relación con la defensa de los derechos laborales.

El artículo 28 de nuestra tan manoseada (e ignorada) Constitución Española de 1978, reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses. Este derecho, uno de los fundamentales reconocidos también en todos los textos legales y tratados internacionales sobre derechos laborales, ha sido en España, casi desde su entrada en vigor como precepto constitucional, sometido a maniobras de desactivación, obstaculización y hasta perversos intentos de negación y manipulación de su ejercicio, a fin de adaptarlo a los intereses patronales, empresariales o de la administración pública, al tiempo que, mediante reformas, decretos, imposiciones, recortes, pactos, adaptaciones o mayorías legislativas siempre en contra de los trabajadores, han ido laminándose o directamente desapareciendo otros derechos laborales (casi todos los derechos), lo que ha convertido el trabajo, salvo para privilegiados, en una tarea cada vez más cercana a un modo de esclavitud moderna de supervivencia y sumisión.

Hoy, el ejercicio del derecho de huelga en España, en un panorama laboral absolutamente indigno para los trabajadores, se ve gravemente condicionado por la fijación de unos abusivos "servicios mínimos", chantajeado por las amenazas de despido gratuito que posibilitan las innobles reformas laborales, mutilado por unas organizaciones sindicales en gran medida condicionadas por sus dependencias burocrático-económicas e insultado por una opinión pública mayoritariamente cautiva de las trampas de la insolidaridad, el gremialismo, la resignación y la quejumbre (y el miedo), estratégicamente colocadas por el capitalismo salvaje justo al lado de la frase "derechos ajenos".

La descripción de lo que es una huelga es tan simple como conocida. Cualquier realización de huelga conlleva, además del perjuicio al patrón (llamémoslo así en recuerdo del lenguaje clásico), molestias inevitables y a veces no buscadas que afectan a otros ámbitos, territorios, colectivos o personas. Es labor de los organizadores de la huelga centrar el esfuerzo de su acción en evidenciar el valor de su trabajo al ser contrastado con su ausencia, evitando perjuicios añadidos. En el caso de las huelgas de funcionarios o trabajadores públicos, es precisamente la atención al público la que se ve afectada por la acción de la huelga, correspondiendo a la administración (el patrón) la tarea de aminorar o evitar ese perjuicio mediante la negociación con sus trabajadores (respetando sus derechos) o la solución a los problemas que generan el conflicto, y no amenazarlos, obstaculizarlos, enfrentarlos, represaliarlos o boicotearlos con esos "servicios mínimos" cuya fijación, que corresponde a la misma Administración, la convierte en juez y parte.

El hábito desgraciadamente extendido en ciertas mentalidades de nuestro país de culpar al huelguista de la molestia causada, en lugar de intentar comprender su actitud o, al menos, mirar hacia la otra parte del tablero para buscar otros culpables, ha conseguido desprestigiar el ejercicio del derecho de huelga hasta niveles peligrosamente cercanos a la intolerancia y el autoritarismo. La educación política y los hábitos democráticos de este país, que si la dictadura franquista prohibió, el período democrático ha abandonado con una inconsciencia suicida, han impedido el desarrollo de dinámicas reales de convivencia que contemplen el respeto, la igualdad, la solidaridad, la conciencia colectiva o el ánimo constructivo de lo común, sino que, manoseada, manipulada, negada, manejada, estrangulada y dejada la educación ciudadana democrática durante décadas en manos de incapaces, mercachifles y mamarrachos, ha cristalizado en una potenciación general del individualismo egoísta cuya incapacidad para entender, comprender, asimilar o explicar al otro se ha tornado desprecio, enfrentamiento e inquina en una sociedad presuntamente democrática, la española, cada día más parecida al teatrillo de los títeres de la cachiporra.

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