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Llamar la atención
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Llamar la atención

Actualizado 23/09/2016
Luis Miguel Santos Unamuno

Llamar la atención | Imagen 1

Estaba de viaje y entre recriminaciones de otros turistas por estar siempre en medio como el miércoles cuando intentaban tomarse una foto con sus palos selfie que no tardarán en constituirse en un arma de destrucción masiva me llamó mucho la atención que a un grupo de niños que llamaban la atención gritando en un bucólico paraje natural sus padres no les llamaran la atención por lo que molestaban.

Polisémica la expresión, oyes. En mi trabajo en las aulas uno de los mantras más extendidos para explicar conductas disruptivas o asociales (incluso las que podrían calificarse como agresivas) es que el niño o la niña quiere llamar la atención. Claro, comparten espacio con veinte o veinticinco compañeros y sólo hay un maestro o maestra que pueda dirigirles su mirada y darles esa atención. Es muy socorrido el recurso pero lo cierto es que es bastante atinado: conseguir la atención de los que nos rodean es un extraordinario refuerzo para nuestras conductas. Según algún psicólogo, junto con la evitación (en cuanto les ponen una tarea aparecen los gritos y pataletas) o el obtención de algo (una recompensa material, el disfrute de una actividad) la atención constituye la tercera de las motivaciones de nuestras conductas. El tema se las trae pues también se utiliza cuando los y sobre todo las adolescentes inician comportamientos de riesgo y se las despacha con que lo hacen para llamar la atención, como si así dejara de tener importancia. Y se las trae más porque si se piensa bien, cuando alguien busca llamar la atención y ésta no se le presta pues lo más normal es que aumente y exagere esa conducta de la que se estaba sirviendo como instrumento. Con el consiguiente riesgo que ello entraña.

La capacidad actual de globalizar la atención que pueden llegar a prestarnos a través de una red que se mueve a la velocidad de la luz conlleva la competición con millones de competidores que también desean esa atención y, claro, a menor tiempo disponible y mayor densidad de imágenes entre las que colarse, se hace necesario que el modo de llamar la atención se dispare, se exagere y entre en lo grotesco, lo delirante, lo peligroso. Los concursos de videos graciosos con cámara oculta han ido desapareciendo pues la mayoría de los presentados estaban trucados poniendo en peligro incluso la integridad de los actores. Ya no se hacen tatuajes en lugares discretos sino que se va colonizando el cuello, la cara incluso. Los asesinos de masas ya no buscan quedar en el anonimato sino ofrecer su lado bueno a los fotógrafos.

No sé si somos conscientes del daño que está haciendo a la razón, la salud o la cordura (por no buscar otros campos) esta intromisión de la imagen a escala planetaria que necesita consumir protagonistas, deglutirlos, entronizarlos, olvidarlos. Los quince minutos de gloria de los que todos disfrutaríamos según Warhol se están convirtiendo en quince segundos y, con ello, se están exacerbando las conductas para conseguirlos, para hacerse un hueco en el Olimpo de los telediarios. En los eventos deportivos muchas veces el espectáculo está en las gradas y cada vez más los mirones asisten disfrazados para ser mirados, con pancartas estúpidas, o declarándose su amor, esperando que en las pantallas del estadio todos puedan ver por un momento su imagen destacada. A quién le importan los verdaderos protagonistas del espectáculo.

Espero que algún día se mire con distancia crítica (y se abandone esta carrera hacia la nada) esta memez de los memes, esta implantación del humor jackass que al principio no dejaba de tener su gracia, esta necesidad de emular, de ir pasando niveles de estupidez, de cada vez más violencia contra los demás y contra uno mismo, mutilándose el cuerpo, provocándose dolor para ser trending topic. No se trata solo de vivir experiencias, se trata de mostrarlas para que los demás nos presten su atención. Hace tiempo ya lo avanzaba Sabina en su Ciudadano cero: "ahora, sabrá España entera mis dos apellidos".

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