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El sótano de Cervantes
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El sótano de Cervantes

Actualizado 08/01/2016
Luis Miguel Santos Unamuno

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De siempre he comentado con mis amigos que en mi adolescencia el lugar donde mejor olía en Salamanca era el sótano de Cervantes. Se conoce que mi educación sentimental fue más bien tardía y demoré el descubrimiento del olor que desprende el cuello de una mujer detrás del lóbulo de su oreja. En mi caso. Allá otros y otras.

Aquel sótano olía a papel, claro, y nada más. Quizá también a tinta. Pero en aquella semipenumbra silenciosa sorteabas a otros husmeadores (el espacio entre mesas y anaqueles no era mucho) con una unción respetuosa propia de un templo del saber. Casi se diría que olía a incienso. Después aquel espacio vio restringido su acceso y ya no se pudo bajar más y los libros de poesía los encontrabas justo donde desembocaban sus escaleras. Ya antes del sótano en la primera juventud había visitado más bien el altillo que dominaba el vestíbulo principal y donde se encontraban los tintines, a 90 pelas cada uno. Todavía me sueño, como entonces, que se ha publicado uno nuevo. Se podría hacer una geografía de tu historia siguiendo los espacios de la librería en los que ibas comprando. En los años de la facultad tenías que subir a los fríos pisos superiores a buscar los textos técnicos. Y entremedias hacías visitas a la parte de papelería a por los aperos de estudiante.

Bueno, eso algunos. Los que comprábamos libros, los que los acumulamos. O los que practicaban y practican la elegancia social del regalo. Porque había quienes no les interesaban de la misma manera que ahora, en mi instituto, los encargados de la biblioteca conocen bien a los alumnos y alumnas que sacan varios libros al mes y los que, mayoritariamente, sólo la pisan cuando hace frío en el recreo. La tristeza de la desaparición de una librería -más especialmente sentida por los que la visitábamos en años de formación- no debería confundirse con el final del amor por el conocimiento o del libro, o de la ciencia ni las humanidades. Ni tampoco debe contemplarse desde fuera, como si fuéramos meros espectadores. Porque somos nosotros los que las hemos mantenido y alimentado. Y seremos nosotros los que dejemos morir o no otras librerías si dejamos de comprar, de compartir recomendaciones, de contaminar, en el buen sentido, haciendo que a otros adultos y niños, les entre el gusanillo de averiguar qué se encierra tras ese brillo en nuestros ojos cuando hablamos de lo último que hemos leído.

Ya no viene el lechero a casa. Desapareció ese intermediario entre la granja y el hogar que nos fascinaba a los pequeños de casa con sus hábiles cambalaches utilizando unos recipientes metálicos, supongo que cuartillos y medios litros, que llenaba y vaciaba con enorme pericia delante de nuestros ojos para dejar la medida exacta que mi madre le compraba. Ya no nos hacemos las fotos de carnet en el Pim-Pum ni se estilan los ultramarinos. Cada vez hay menos tiendas (oscuras las calificaré como un pequeño homenaje a Modiano) en las calle peatonales del centro donde tan sólo florecen las multinacionales del regalo inane como Ale-Hop o la anunciada Tiger. En los centros comerciales del extrarradio no hay librerías. Ahora se compra libros de otra manera y no debemos olvidar que la aparición de nuevas tecnologías para la edición y la distribución de libros es algo positivo pues permitió abaratar costes y eliminar intermediarios. Editar un libro cuesta la mitad de la mitad y nuevas editoriales pequeñas e independientes o amateurs o como se las quiera llamar emergen por doquier y publican pequeñas tiradas esperando llegar al corazón de los letraheridos muchos de los cuales hacen sus pinitos como escritores autoeditándose en las plataformas de comercio virtual. Muchas librerías lo han comprendido y se han lanzado a reducir espacios físicos y ofrecer su stock en la web (Cervantes lo hace) o, mucho mejor, se han configurado en centros de encuentro proporcionando así un espacio a la cultura en general. Lo que ocurre no es que lo digital se coma al papel sino que la cultura sigue cotizando a la baja. Como antes.

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