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El tío Blanco
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graciosa anécdota taurina

El tío Blanco

Actualizado 22/08/2015
Redacción

MACOTERA | Era muy común cada San Roque que se escapase algún novillo de la plaza, harto de tanto acoso y martirio; le era muy fácil tomar las de Villadiego

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No sé por qué, pero siempre que llega san Roque, con el Santo me vienen montones de anécdotas, que son historias, que me tocó vivir o escuchar. La que traigo a colación me pilló a mí con diez o doce años: un crío con miedo taurino.

El tío Blanco era guarda de viñas. Se trataba de un obrero que se ganaba el jornal donde le llamaban; una vez mayor, se empleaba en cuidar las viñas de uno de los pagos, que, entonces, abundaban en el término; pero este hombre, sencillo y callado, es famoso por ser uno de los protagonistas de las mil anécdotas que tienen que ver con san Roque y los toros.

El tío Blanco, el día de San Roque, como hacía todos los días, se fue a vigilar las viñas de su pago como era su menester. Regresaba tranquilo a casa al atardecer, montado en su burro, con la mirada prendida en el polvo del camino. Desconozco en qué pensaba el tío Blanco, lo que sí estoy seguro es que le hormigueaban, en sus adentros, la suspicacia y el miedo, o quizás la despreocupación de viejo.

Era muy común cada San Roque, que se escapase algún novillo de la plaza, harto de tanto acoso y martirio; le era muy fácil tomar las de Villadiego: metía la cabeza bajo la vara de un carro o aprovechaba un hueco holgado del empalizado, y salir huyendo, aliviado, en busca de la querencia y sosiego del prado del Melgarejo; el camino se lo conocía bien, pues lo había recorrido en el paseo nocturno en dirección a la Carrallano, donde fue espantado con sus compañeros en el encierro mañanero; pero míaqué, aquel día, un toro aprovechando un descuido del portero se piró y tomó el camino de las Cárcavas adelante en busca del atajo del Blascomartín; le perseguían, de largo, dos caballos y un buen grupo de mozos; los caballistas y los de a pie se percataron de que, a lo lejos, venía un hombre montado en un burro y de que, irremediablemente, se iba a tropezar con el toro.

Le gritaron, aspearon sus brazos, le avisaron del peligro, pero el tío Blanco seguía caminando con toda su parsimonia; se dio cuenta del peligro, cuando tenía el novillo a un palmo de sus narices; el novillo le propinó un pequeño bufido, el burro se espantó y, por la cornada del miedo, el tío Blanco cayó de bruces boca abajo; el primer caballista desmontó del montado, se acercó al anciano y vio, como se deslizaba un reguero de sangre por un costado; se asustó y gritó a todo pulmón: ¡Lo ha matao!¡Lo ha matao!

Todos corrieron cuanto pudieron y llegaron, ante el presunto cadáver, sofocados y jadeantes; "aún se mueve", dijo uno; le pusieron boca arriba para comprobar la gravedad de la cornada, pero el tío Blanco se apretaba más y más la cintura, al tiempo que salía más y más sangre de su presunta herida; de pronto, se percataron: ¡Si son uvas estrujás! El alivio fue grande, y la algarada general llevó el eco de la buena por cerros, calles y plazas.

Eutimio Cuesta

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