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Reflexiones de autobús
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Reflexiones de autobús

Actualizado 11/11/2015
Ana Higles

Hace mucho que no monto en autobús urbano. Hubo una temporada en la que lo hice mucho y al final me di cuenta de que andando llegaba antes a cualquier parte. Es una maravilla que solo sucede en Salamanca, con sus horriblemente diseñadas líneas de autobuses. Casa-Facultad andando: 25 minutos. Casa-Parada-Facultad en bus: 40 minutos. Echen sus cuentas. Recuerdo que mi último rechazo al autobús urbano llegó precisamente en unas ferias. Como ayer, tuve que cogerlo a la fuerza para evitar que me cayera el diluvio universal encima (ah, esas Tormentas de Feria tan charras como el farinato...). Y lo extrañé todo. Para empezar, el bus era completamente distinto. Hasta parecía alemán.

[Img #476076]Como la curiosidad mata, pero a mí me mata más no saber, decidí preguntarle a Google el por qué de aquel maravilloso designio que había logrado que mi linea de autobús (línea 9, línea de extrabarrios, de las que sangran la ciudad de extremo a extremo, que todas las mañanas me teletransporta a una dimensión paralela sin piedad ni consentimiento), estrenase nuevo autobús. Un nuevo autobús máximo exponente de la modernidad: todo plástico. Hasta el conductor, creo. Qué bonito, qué precioso, hasta el luminoso, oiga. Ya solo ponen la cabecera de la ruta, para ahorrar. Pero en letras bien grandes, bien brillantes y en psicodélico movimiento, por favor.

El nuevo autobús, por aquello de amortizar gastos, ya vienen empegatinao de serie. Sí, el ayuntamiento siempre está pendiente de tu estado anímico. Dependiendo del día, puedes ver la ciudad a través de un anuncio de MediaMarkt (en rojo bélico) o en azul E'Lecler tranquilidad. Qué maravilla, oiga. Ayer vi a la pequeña Cosette escondiendo esos horrorosos últimos asientos. Eso sí, que no falte. En aras de informar al ciudadano, siempre desinteresadamente, sin ningún tipo de intención oculta (cómo se nos ocurre pensarlo, por dios) le plantan al retoño una placa enorme donde, mi querida Salamanca de Transportes S.A. explica, con pelos y pestañas, las bondades energéticas de este prodigio de la tecnología.

Lo malo del nuevo modelito es que con esto de ser híbrido extraño entre motor gasolina y gaseosa con ruedas ya no bufa al subir la calle como hacía su tatarabuelo. Y a mí eso me trae por el camino de la amargura. Yo calculaba los horarios del autobús de oído. Acudía al bufido de mi corcel, pero ahora ya no puedo, y como no sé vivir si no es de oído? después de una semana perdiendo el bus, me cansé y me revelé contra el transporte público. Ahora tiro del privado de los pobres: las piernas. Y qué piernas estoy haciendo, señora, no lo sabe usted.

Principio 0 de la psicología del autobusero, jamás se espera a un viajero. Por mucho que este grite, corra, silbe o patalee. Si se cierra la puerta, se queda en tierra. Curiosamente, y lo digo con pena, la única autobusera que he visto en mi línea es fanática de hacer sufrir al personal. Le encanta, se lo he visto hacer dos veces, mirar con orgullo radiante a la típica mujer que siempre llega tarde mientras niega con la cabeza cuando la mujer le pide que abra. Es sanguinaria. Yo la miro con mala leche desde el día que me hizo pasar la tarjeta dos veces porque, según ella, no había pitado. Me quedé con ganas de decirle a aquella murciélaga que no se atreviera a injuriar a mi oído. No sé por qué me contuve.

El autobús es una dimensión aparte. Para empezar, tiene su propio espacio-tiempo. Nunca va lo suficientemente deprisa. La dilatación temporal en el medio-autobús es un fenómeno digno de estudio relativista? pero nadie se entrega a temas tan transcendentales en medio de un viaje de 20 minutos. Y menos a las 8:30 de la mañana. En el autobús, por norma, no se habla a un volumen normal. Jamás. En el autobús solo se dan los extremales de la función "habla". O se grita, o se calla. No hay términos intermedios ni negociaciones posibles. En consecuencia directa, si se calla se escucha, y si se escucha, se fisga, y si se fisga, es ley cotillear todas las conversaciones ajenas.

Ésta es la clave, el instinto de investigación nace, crece y se reproduce en los autobuses, no nos engañemos. Yo, a estas alturas, ya me sé la vida en verso de todos mis vecinos de viaje. Hay dos señoras de unos 60 años, muy dignas ellas, defensoras a ultranza de la comida tradicional. A mí, a esas horas me da un poco igual, porque acabo de desayunar y tengo el estómago en modo off, pero encontrarte a las cocinillas a la hora de comer tiene que ser un martirio chino. Tienen por enemiga la cocina moderna, representada en sus conversaciones por un tal Andreu (que, tras un análisis psicológico profundo, no es otro que Ferrán Adriá). Veneran, por encima de todo, al Santo Padre Carlos Arguiñano. Sus conversaciones, aderezadas muy a menudo de los propios chistes del citado, me hacen sospechar que no lo adoran tanto por la comida sino por su labia.

Cómo me alegro de atravesar la ciudad andando sin necesidad de aguantar la fauna autobusística. Qué paz se respira. Qué descanso.

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