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Aquel diccionario
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Aquel diccionario

Actualizado 26/08/2014
Joaquín Merchán Bermejo

Me he alejado un mes de esta ventana. Lo confieso, he estado distraído con la vida. "Vivir para contarla" como recuerdo y homenaje a Gabriel García Márquez, que nos ha dejado para marcharse a Macondo y reunirse definitivamente con José Arcadio Buendía, en lo que era la crónica de una muerte anunciada, pero dejándonos el sueño de una utopía, "una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra".

Recuerdo cuando llegó por primera vez a mis manos el libro Cien años de soledad, se lo habían regalado a una de mis dos hermanas, entiendo por la dedicatoria, alguien más enamorado del amor que de la destinataria del libro, algo muy usual en los amores de adolescencia, como después llegué a comprender y hasta sufrir. Por aquel entonces yo era el niño que aún sigo siendo y en mi casa además de dificultades para llegar a fin de mes, no había libros. Debe ser por eso que recuerdo aquella encuadernación y su olor. Tuvieron que pasar algunos años para que me decidiera a leerlo y desentrañar la historia de los Buendía. Mucho antes, y cuando tenía 12 años, mi padre, en un arranque de valentía que casi le cuesta la separación de mi madre (es un decir, envejecieron juntos) me hizo un regalo que marcaría mi vida: Un diccionario enciclopédico de seis tomos de Plaza y Janes, pagadero en muchas letras de cambio, aceptadas, de 270 pesetas cada una, que complicarían, aún más, la maltrecha economía familiar, si a lo nuestro se le podía llamar economía. Aún recuerdo aquel día que me llevó mi tío Tomás a buscarlo a correos en su viejo motocarro de tres ruedas. Cada noche, antes de irme a la cama, en una España de blanco y negro, sin televisión, abría un tomo y me iba de viaje a través de las fotografías y los textos por todas las ciudades del mundo. Exploraba el significado de palabras que yo no conocía, y así pasaba horas y horas, nunca era tarde para dormir, y siempre me quedaba tiempo para soñar despierto, estaba lleno de sueños. Hoy ese diccionario duerme en la biblioteca de mi casa, como la única y valiosa herencia que me dejó mi padre antes de ausentarse. De vez en cuando voy a olerlo y hojearlo y cuando lo cierro me viene a mi mente lo que escribió Julio Cortázar en Rayuela: "cada vez iré sintiendo menos y recordando más, pero qué son los recuerdos sino el idioma de los sentimientos, un diccionario de caras y días y perfumes que vuelven como los verbos y los adjetivos en el discurso?" Todo eso guarda mi diccionario, hasta el perfume de la humedad de la pobreza de aquellos años, para recodarme que quien nace pobre muere pobre en lo más íntimo de su corazón.

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