Pasados ya los excesos y manifestaciones paganas de los carnavales, ha llegado el miércoles de ceniza, que da comienzo al tiempo de cuaresma, con el que preparamos nuestro cuerpo y nuestro espíritu para las celebraciones de la Semana Santa y, sobre todo, para el triunfo salvador de la Pascua, la Resurrección de Cristo y nuestra propia resurrección.
La ceniza ha manchado nuestras cabezas y nos ha introducido en las prácticas de la penitencia, que es algo más que el ayuno y la abstinencia. Es renuncia a todo cuanto nos aparta del centro de nuestro ser y, en definitiva, del que reconocemos como nuestro Dios y Salvador.
El pueblo cristiano, que suele tener un buen sentido de lo auténtico y valioso, y que con su sentido de la fe descubre las verdades bíblicas en general y las evangélicas en particular, asiste en este día, miércoles de ceniza, para recibir el símbolo, que a la vez es llamada a la conversión, al cambio de vida, a la aspiración a una mejora de la propia existencia y, al mismo tiempo, del progreso y desarrollo de la comunidad humana. Y por eso, la gente acude a los templos a recibir en este día el signo sacramental de la ceniza.
No repitamos la chanza jocosa con que algunos comentamos ligeramente esta asistencia abundante diciendo que la gente acude a aquellas celebraciones en las que se ofrece algo, ya sean los ramos del domingo de ídem, ya sea incluso la misma ceniza. Que Dios y el pueblo sencillo nos perdonen.
En la renovación litúrgica posconciliar, al imponer la ceniza a cada cristiano que se acerca, el sacerdote le dice: "Conviértete y cree en el evangelio". Ahí se expresa el verdadero sentido del miércoles de ceniza y aun de toda la cuaresma: es un tiempo de cambio de vida y de conversión.
Pero todavía se permite elegir, si se quiere, la antigua fórmula del "Acuérdate hombre, de que eres polvo y en polvo te has de convertir". Eso es, polvo, ceniza. La ceniza del miércoles inicial de la cuaresma nos remite a la provisionalidad de nuestra vida terrena y nos avoca al pensamiento y vivencia de las verdades eternas, es decir, la muerte, el juicio, el infierno y la gloria. Nos recuerda cuál es el destino final de nuestra vida y nos invita a recorrer los caminos de la pervivencia y de la eternidad.
Muchos hoy ya van tomando la decisión y han hecho la petición de que se los incinere, es decir, de que se los convierta en cenizas, a la espera de la "resurrección de la carne" y de la vida definitiva. La Iglesia prefirió siempre que nuestros cuerpos descansen entre el limo de la tierra, en el cementerio o "dormitorio", que eso significa cementerio en griego y en latín. Así se habla de inhumación o de entierro, lo que supone ser encomendados de nuevo a la tierra de la cual nos dice la Biblia que fue creado el hombre: Dios nos hizo del polvo de la tierra. Y por eso somos entregados de nuevo a ese mismo polvo con el enterramiento en el suelo.
Por supuesto que se permite ya, por razones prácticas, que se nos "entierre" en nichos elevados y cerrados solamente por ladrillos. Permite también la incineración, aunque no sea su preferencia, y prohíbe que sean llevadas las cenizas a casa o a campos o mares con los que el difunto haya podido soñar. Se pide el respeto y el honor de depositar las cenizas en el mismo cementerio, en los nichos correspondientes.
Siguiendo el mensaje del miércoles de ceniza, se nos invita a cambiar nuestro corazón acercándolo a la oración, por la cual nos ponemos en actitud de escucha de la Palabra para descubrir y tratar de llevar a la práctica la voluntad de Dios. A la oración acompaña el ayuno, o la penitencia, privándonos, no sólo de los alimentos, sino de todo aquello que nos aparta o nos aleja de la vida recomendada por Dios, y que nos da a conocer a través del evangelio o de la práctica del comportamiento del Hombre Dios Jesucristo, Hijo de Dios y hombre ideal y perfecto, a quien nosotros podemos conocer e imitar, alcanzando así la dimensión del hombre perfecto, que con otro nombre llamamos santidad.
Y con la oración y el ayuno, o alejamiento de todo los que nos aparta de Dios u obstaculiza nuestro camino o acercamiento hacia Él, es decir, lo que impide nuestra conversión a una mejor vida, orientada y guiada por la verdad del Evangelio, se nos invita a hacer nuestra conversión visible por la práctica del amor a Dios y al prójimo, según las necesidades de cada uno. Eso quiere decir la práctica de la limosna, o ejercicio de amor y de servicio.
Con esas tres prácticas cuaresmales, que debemos llevar más allá de la cuaresma: oración, sacrificio y limosna u obras de caridad con el prójimo con el que Dios mismo se identifica, habremos entrado en el camino de la vida o de la salvación. El miércoles de ceniza, por tanto, nos introduce en un tiempo de gracia. Es la mejor lotería. No es un tiempo de caras largas, sino una oportunidad de gracia y felicidad que merece la pena aprovechar, más allá del signo externo de la imposición de la ceniza.
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