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Remigio González “Adares”
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Remigio González “Adares”

Actualizado 05/02/2017
Raúl Vacas

Tal día como hoy, hace 16 años, nos dejaba Remigio González "Adares".

"En el Corrillo tengo dos márgenes: el verano lo paso en Portugal, enfrente de las escaleras, y el invierno en España, sentado en la piedra. Este es mi lugar auténtico. Ni el frío, ni el sol, ni la nieve se atreven conmigo de lo que me conocen", así se refería Remigio González "ADARES" a su lugar de trabajo, la Plaza del Corrillo. Allí tenía su oficina, allí latían sus palabras más allá de los libros, allí se hizo paisaje.

A diario caminaba desde su casa con un pequeño fardel al hombro lleno de libros. Al llegar a las escaleras de la Plaza del Corrillo los colocaba minuciosamente sobre los peldaños. Ataba con firmeza una estrecha cuerda a dos de las columnas y sobre ella izaba un trapo rojo: "tengo un plan para tensarla sin hacerle daño. El trapo rojo significa la bandera de Salamanca y la tengo atada a las columnas para que no se la lleven". Un sencillo cartel con el título de "Poesía" resguardaba de la intemperie aquellos libros que no eran otra cosa sino sus huellas, su herencia más sincera.

Pasear junto a la plaza del Corrillo y no encontrarse con ADARES es tan extraño como lo era verle sin su gorra. "Ver a Adares sin su gorra cuesta dinero", le dijo una vez a un buen amigo. Era uno de sus símbolos, uno de los testigos de su inquietud poética como la barba o el atuendo. Pero más allá de esos símbolos y del personaje al que unos se acercaban y otros miraban de soslayo, está su poesía. Adares fue, y es, un poeta con mayúsculas. Ën cada uno de sus versos hay un amor constante más allá de la vida y de la muerte, un diálogo con el amor, con sus raíces, con su madre, con Salamanca, con Anaya de Alba.

Ni siquiera el párkinson que arrastró en sus últimos años de vida fue un obstáculo para él y su cita diaria con la Plaza del Corrillo. Allí desembocaba de lunes a domingo como el río que refrena su curso en el tembloroso mar. Y con aquella rumba en su cuerpo y en su mano firmaba sus libros y dejaba en ellos su estampa. Le temblaban la voz y el pulso pero nunca la mirada: "La mirada mía y la voz pertenecen a la tumba, por eso las tengo a la moda".

Adares fue un chamán de la poesía, un marino de ultramar que navegó mil versos y metáforas, un robinsón sin naufragio que encontró su lugar en su plaza de vivir prodigios, una plaza que sería otra, sin lugar a dudas, con su estampa bañada en bronce. Porque allí vivió, allí sufrió el rigor del invierno, allí escribió sus cartas a París, allí ejerció su magisterio y defendió su libertad de cátedra. Por eso hoy, a punto de cumplirse quince años de su muerte, celebramos su poesía, su vida, su muerte. "Nací y he muerto, dos oficios en uno que dejo hechos" reza su epitafio. Hoy, más que nunca, vuelve a hondear el trapo rojo de su poesía en lo más alto del recuerdo tal y como dejó escrito en su poema "Cátedra". Hoy más que nunca gritamos que hay sombras que no pueden faltar:

Con la historia de todo lo que sea

llego con cada día aquí lleno de deudas,

lleno de fiestas, con un poco de todos

dentro por dentro permanezco demasiado

atado a estas columnas Plaza del Corrillo

donde la vida cruza hacia la vida

y aquel que no me vea perdido entre

las horas, los otoños, los inviernos

y algún verano cojo.

Todo está tocando estas columnas

mi bandera y mi cuerda mi corazón viajero

en plena madre.

labios de esta bandera que al encenderse

las primeras banderas para el cine,

siempre cuento el dinero.

Mi poesía con acaba porque quiere mezclarse

con aquellos que piensan sobre los que me miden

Palabras como esta:

¡Buscadme por aquí, sepultureros!

Ilustración: Tomás Hijo

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