Hay una pasión en la escritura que lleva a numerosos autores a propiciar una disyuntiva entre la escritura o la vida (Semprúm), mientras que otros plantean su superioridad porque en aquélla se pueden hacer borradores en tanto que en ésta no (Piglia). Una mayoría señala que todos somos escritores, desde quien manda al día un único trino (tuit) de 140 caracteres a quien rellena páginas y páginas en un escribir compulsivo durante la misma jornada. A estas alturas de mi particular andadura soy de los que piensan ingenuamente que es muy difícil vivir sin escribir, quizá imposible. Con esa convicción también sé que algunas personas, sean escritores profesionales o no, cuando escriben mantienen una relación de amor con las palabras buscando con cariñoso esmero la más adecuada, y su combinación con otras, para cada momento.
Hoy se escribe mucho sobre un hecho recurrente en los últimos dos siglos como es la toma de posesión de un presidente en Estados Unidos. Durante 45 ocasiones, de manera escrupulosamente periódica marcada por plazos de cuatro años, un nuevo presidente electo se juramenta ante los otros poderes del Estado y frente a un público diverso que en ocasiones muestra una profunda división en torno al evento que testimonia. Esta vez el ritual ofrece un panorama diferente marcado por una enorme polarización social y por tener como protagonista a un millonario septuagenario que nunca antes ejerció cargo político alguno.
El presidente ha hablado durante el acto oficial con mensajes que no son distintos de los que usó durante la campaña electoral, pero que ahora, a diferencia de entonces, son las de quien no lo es de un país cualquiera sino de uno que sigue manteniendo una posición hegemónica en buena parte del mundo. Se trata de dardos lanzados enfáticamente que cuando los oigo envueltos en la gesticulante oratoria me producen risa porque no transciendo del simulacro teatral que creo estar viendo, pero que cuando los leo escritos me dan miedo. Será que lo editado tiene un carácter demiúrgico o que la letra impresa condena a quien lo dice porque ya las palabras no se las lleva el viento. Será que su capacidad de poner en marcha a golpe de decreto la eficaz maquinaria de poder para llevar a cabo sus melomanías es una realidad y no un simple delirio. Me asustan palabras como nosotros, nuestro, nación, pueblo, entrelazadas en esa soflama.
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