El sudor de la frente es amargo aunque para algunos suponga la expresión feliz de un ejercicio tonificante. La maldición bíblica ha configurado una pauta cultural que para no pocas personas ha terminado convirtiéndose en una forma de vida. Viven para trabajar. En diferentes sociedades el trabajo tiene un hálito de dignidad mientras que en otras se percibe como una recurrente condena. En cualquier caso, para la mayoría, lejos de tratarse de una actividad normalmente física, directa y estrechamente vinculada con la subsistencia, es una faena enlazada mecánicamente al quehacer productivo con mucha frecuencia ajeno a sus intereses más inmediatos. De ahí la expresión tener trabajo. Las nuevas tecnologías y la ampliación del marco de su ejercicio con la globalización complican su ejercicio. Esta situación, sin embargo, configura una brecha cuádruple.
Primero están quienes tienen trabajo enfatizando su carácter vocacional o incluso el componente de servicio a su comunidad frente a quienes teniéndolo adoptan la visión de la maldición. Mientras unos desempeñan una tarea comprometida con reglas y procedimientos, cumplidora de los objetivos marcados, los segundos trampean los horarios, escabullen las responsabilidades e ignoran cualquier posibilidad de intervenir en mejoras procedimentales. Sobre este escenario se yergue una segunda división en función del carácter vitalicio o no del puesto, complicando el escenario al introducirse un factor de acomodación que puede terminar desincentivando a los primeros a la par que es excusa para que los segundos justifiquen su bajo rendimiento. La tercera partición separa a quienes tienen trabajo de quienes no. Finalmente se encuentra la gente que está en esta última realidad por decisión voluntaria o por incapacidad-imposibilidad de encontrar un empleo.
De esta gama de escenarios me importa el último, aunque soy consciente del carácter sistémico que afecta a todo el denominado mercado laboral, que a su vez se complica al escindirse según la línea divisoria de la (in)formalidad. Los datos son concluyentes: el desempleo afecta a la desigualdad social como ningún otro elemento y rebaja la autoestima de los individuos hasta niveles que desfiguran su condición humana. Ambos factores tienen consecuencias sociales graves coadyuvando a socavar las relaciones de confianza interpersonal. También son responsables a la hora de crear sociedades más injustas y violentas y, por consiguiente, más inseguras. Si, además, son los jóvenes los más afectados se asume una hipoteca que gravitará negativamente en la comunidad agravando su vulnerabilidad, potenciando el individualismo y comprometiendo la decencia.
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