Dentro del elenco de términos de la política posiblemente el de representación sea uno de los más fecundos. El carácter representativo de aquella, se dice, es algo definitorio de la democracia. El quehacer político está desempeñado por representantes elegidos periódicamente en comicios siendo su razón de ser su tarea intermediadora. Esta forma vicaria de actuación configura un entramado de políticos profesionales que viven para y de la política. Sin embargo, representación también se refiere a la función teatral de quienes actúan ante un público. Los papeles que desarrollan, su oratoria, la vestimenta, la tramoya, encandilan a unos e indignan a otros. El respetable frecuentemente disiente en su valoración de la obra y las opiniones se confrontan.
Sendas aproximaciones a la representación conviven con naturalidad aunque pareciera que la importante es la primera. No es así. Las razones que la pudieran avalar a veces son contrapuestas por las emociones que brinda el pasatiempo. En menos de dos meses colombianos y estadounidenses han dado muestras suficientes de esta dualidad y de la manera en que se impone la representación como artificio de la farándula. Santos escenificó el triunfo de su proyecto de construcción de la paz con una fiesta suntuosa en Cartagena, días antes de que la gente acudiera a las urnas, firmando la paz ante la flor y nata de la sociedad internacional acompañados por un gran desfile de medios. Trump ha orquestado una campaña electoral deleznable, llena de provocaciones, mentiras, exabruptos y evidencias de su supina ignorancia en numerosos aspectos de la política.
Se trata de piezas teatrales que cuentan con guiones variados pero con un trasfondo común referido a promesas vacuas y a la vieja dramática contraposición de la dualidad del bien y del mal. Las campañas son el escenario adecuado ante un público que apenas si llena la mitad de la sala pues una mayoría aparentemente no está interesada en el espectáculo -en Colombia participó el 40% del censo electoral mientras que en Estados Unidos lo hizo el 55%-. Cuando la función termina, habiendo sido imposible la mesura, la gente regresa a sus tareas y lo que fue drama se va diluyendo entre declaraciones matizadas, llamadas a la unidad y voces templadas. Los actores reanudan tareas que ya pocos siguen, sin focos, sin rendir cuentas de lo que a nadie ya parece importar. Más que profesionales de la política lo son del espectáculo.
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