CAMPO
Actualizado 09/07/2025 19:48:02
Toni Sánchez

Las abundantes precipitaciones, lejos de ser una bendición, han alterado los ciclos de siembra y desarrollo de los cultivos de verano.

Un año de pluviometría generosa debería ser, en teoría, sinónimo de alivio y prosperidad para el campo salmantino. Sin embargo, la campaña agrícola de 2025 está demostrando que el agua no siempre es una aliada. La combinación de lluvias torrenciales fuera de tiempo, violentas tormentas estivales y olas de calor en momentos críticos ha dibujado un escenario complejo y, en muchos aspectos, desalentador para los profesionales del sector.

Según desgranan los agricultores salmantinos, la situación es agridulce. Si bien las precipitaciones de invierno y primavera han ayudado a recargar las reservas hídricas, su intensidad y distribución han causado más problemas que soluciones, especialmente en los cultivos estivales. A este desafío climático se suma una estructura de costes que el propio sector califica de "disparatada", poniendo en jaque la viabilidad de cientos de explotaciones.

El impacto real de las lluvias: de la siembra tardía a la pérdida de kilos

El análisis de la campaña revela cómo el exceso de agua ha afectado de forma desigual a las cosechas. Los cereales de invierno han tenido suertes dispares. La cebada, al tener un ciclo más adelantado, ha podido salvar la campaña con una producción calificada como "regular tirando a buena". No ha ocurrido lo mismo con el trigo, cuyo desarrollo se vio mermado por las fuertes olas de calor de finales de mayo, resultando en una cosecha "normal tirando a mala".

El verdadero problema se ha concentrado en los cultivos de primavera y verano. Productos clave para la economía local como la patata, el maíz, la remolacha, los garbanzos o las cebollas han sufrido directamente las consecuencias de un exceso de lluvia primaveral. Esta situación obligó a los agricultores a retrasar las labores de siembra de forma considerable, alterando por completo los ciclos biológicos de las plantas.

Este retraso tiene consecuencias directas en la producción. Profesionales explican que cada planta tiene un ciclo vital que, si no se cumple, afecta al rendimiento. En el caso de una patata de ciclo corto, por ejemplo, una siembra tardía provoca que la planta acelere su crecimiento de forma abrupta. Como resultado, la tuberización —el proceso de formación del tubérculo— no se realiza en condiciones óptimas, lo que se traduce inevitablemente en una pérdida de kilos. El panorama para los maíces es similar, con muchas parcelas que se pueden considerar un auténtico "desastre".

A todo ello se suman las tormentas estivales, que a menudo llegan acompañadas de pedrisco. Un ejemplo reciente en la zona de Rueda, según detallan, se llevó por delante viñedos y cosechas enteras, evidenciando la vulnerabilidad del campo ante fenómenos meteorológicos cada vez más extremos.

El problema de fondo: costes desbocados y precios estancados

Más allá de las inclemencias del tiempo, el gran lastre que arrastra el sector es la asfixia económica. No se cansan los agricultores de afirmar que los costes de producción son "elevadísimos" en todos los ámbitos: desde el gasóleo agrícola hasta las semillas, pasando por fertilizantes, herbicidas y maquinaria.

La comparativa con décadas pasadas es demoledora y refleja una pérdida total de rentabilidad. El precio que se paga hoy por la cebada es prácticamente el mismo que el que percibían sus antepasados en los años 80. La diferencia, subrayan, es que entonces el campo era un negocio rentable. Su análisis resume la crisis del sector en una frase lapidaria: antes, un agricultor con 30 hectáreas y una pequeña porción de remolacha vivía holgadamente; ahora, con 200 hectáreas, apenas se cubren los gastos.

Ante esta realidad, la principal reivindicación del campo no son las ayudas públicas, un tópico que el sector quiere desterrar. La demanda es mucho más profunda: exigen que su producto se pague a un precio justo que refleje el coste de producción y la importancia de su labor. La sensación generalizada es que la situación actual es una "tomadura de pelo", donde el eslabón más débil de la cadena, el productor, asume toda la presión.

Paradójicamente, esta espiral de costes no repercute en el consumidor final. Los precios en la lonja, lejos de subir, incluso han bajado, lo que sugiere que los márgenes se quedan en otros puntos de la cadena de valor, mientras el campo lucha por sobrevivir a una de sus campañas más amargas.

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