Llega la lluvia, sudorosa y lenta, a veces replicante o calmada, quizás largamente anunciada con sus agrisados cielos y negruzcas alboradas.
Mientras el sol pide permiso, agazapado, allí escondido, las nubes se abren paso, se separan, y un ligero rayo ya se escapa.
Llega la lluvia, mojada y ruidosa, corriendo con estrépito entre las baldosas, las piedras escarpadas, montañosas, y los ríos queriendo volver a su rocío.
Llega la lluvia, febril y apresurada, segura, firme, en la explanada del campo que espera las auroras, en la ciudad atardecida y las farolas, y el universo entero que ya implora.
Como lágrimas del cielo y de las horas los desmanes del mundo así se lavan, esperando que corran por las calles limpiando de terrores las batallas.
Como lágrimas las gotas se derraman, corretean por tejados y ventanas y, en los corazones, la penumbra invade el alma en ocasiones.
Corretea la lluvia, juguetona, en los parques y su peso zarandea las ramas, las flores se barnizan y zozobran los sueños olvidados, que se mojan.
Se deslizan las aguas entre rosas que aún no existen en invierno, que pasan y se mueven sigilosas entre átomos guardados en el tiempo.
Se deslizan las gotas sin enojo, y siguen y se empeñan con arrojo en guardar calendarios, sinsabores, el perfume encriptado de las flores que en su tiempo, entre sutil elegancia, nos harán participar de su fragancia.
Mercedes Sánchez