El pasado lunes, coincidiendo la fecha con la del día y el mes de su nacimiento, después de 64 años, el cadáver de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange, decía adiós al Valle de los Caídos antes, ahora Valle de Cuelgamuros, para ser enterrado por quinta vez, en esta ocasión en el cementerio madrileño de San Isidro. La familia, al contrario que en el caso de Franco, estuvo de acuerdo, incluso, fuera por cumplir con la Ley de Memoria Democrática, fuera porque parece que el mismo José Antonio, antes de ser fusilado, manifestó su deseo de ser enterrado en un cementerio católico, había solicitado la exhumación de los restos, y solamente pidió intimidad, discreción y nada de ruido político, algo que pese a las medidas que se tomaron no pudo ser. El contratiempo surgió cuando el coche fúnebre que trasladaba los restos mortales del fundador fue recibido en el camposanto por una manifestación de falangistas con brazos en alto, caras al sol y loas a Franco, que se saldó con la detención de tres manifestantes por desórdenes públicos y atentado contra la autoridad por enfrentamientos con la Policía. Algunos han calificado a los manifestantes de nostálgicos, más bien habría que calificarlos de fanáticos. Ni vencedores ni vencidos pueden sentir nostalgia de una guerra, y mucho menos de aquella tan incivil como la nuestra. La manifestación del lío vino a confirmar que aquella maldita guerra no terminó el 1 de abril de 1939 con la victoria del bando golpista, ni el 20 de noviembre de 1975 con la muerte del dictador, terminará cuando no quedemos ni los que la vivieron ni los que conocimos los hechos a través de ellos. Esperemos que cuando se acabe con los traslados pendientes se piense en hacer un museo de aquellas barbaridades para que nuestros niños y nuestros jóvenes sepan lo que parece que nadie quiere enseñarles y no cometan los mismos errores.