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SOCIEDAD
Actualizado 08/01/2022 17:02:26
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La misa tuvo lugar en la mañana del sábado en la Catedral de Santa María de Ciudad Rodrigo

Estimado Señor Nuncio, Señores Cardenales, Arzobispos y Obispos, que tenéis el gesto de acompañarme en mi toma de posesión de la diócesis de Ciudad Rodrigo, como hermanos que comparten la solicitud por toda la Iglesia, en comunión con el Papa Francisco, al que agradezco vivamente este gesto de confianza.

Sres. Vicarios, miembros del Colegio de Consultores, Capitulares de esta Iglesia catedral, Delegados y Directores de organismos diocesanos. Queridos hermanos y amigos sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas… Sr. Alcalde y Corporación Municipal, Subdelegada del Gobierno, Diputados, Senadores y procuradores en cortes, autoridades políticas, judiciales y académicas, así como los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado; autoridades todas con las que desde hoy deseo compartir, en colaboración leal, un servicio a las personas desde las instituciones que cada uno de nosotros representamos. Queridos Hermanos:

“Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no depende de nosotros”. Esta misma lectura la elegí el día de mi ordenación sacerdotal; y a lo largo de mi historia he tenido numerosas pruebas de mi debilidad. Querríamos ser fuertes y significativos pero nos hemos experimentado frágiles. Lo necio y lo débil del mundo lo ha elegido Dios para confundir a los sabios y entendidos y a los que se creen fuertes. Dios trastoca el proceder habitual de los poderosos de la tierra para que nadie pueda gloriarse delante de Él. Los mismos discípulos de Jesús tuvieron que hacer una costosa travesía de la fuerza a la debilidad.

Como el mundo, y como los discípulos, queremos fuerza y poder, nos cuesta fiarnos y abandonarnos en manos de Dios, que hace las cosas a su manera y no a la nuestra. Olvidamos que “nos basta su gracia; la fuerza se realiza en la debilidad”. El Señor no quiere llevar adelante sus planes con la fuerza y el poder. Él mismo nos salva en la debilidad de la carne de un niño pequeño.

En la pasada fiesta de la Epifanía, se nos decía de los Magos que, tras su camino, al entrar en la casa, “cayeron rostro en tierra y lo adoraron, después abriendo sus cofres le ofrecieron regalos”.

La adoración de los Magos está precedida por el gesto de caer por tierra. Adorar implica primero “plegarse a la realidad”, reconocerse uno como es, con sus dones y sus virtudes, pero también con sus límites y fragilidades, en todo caso pequeño ante Dios; reconocer las cosas como son, a los demás como son, el Obispo como es, la Iglesia, mi diócesis, mi parroquia como es, no como me gustaría que fuera. Sin esta actitud de aceptar la realidad como es, es imposible la adoración ni el verdadero encuentro. Decía D. Bonhoeffer que aquel que ama más la comunidad que sueña que la comunidad que tiene se convierte en un peligro para la propia comunidad. Esta humilde aceptación de la realidad y de nuestro aceptarnos como criaturas lleva a la adoración.

La adoración empuja a la ofrenda, al sacrificio. El sacrificio es consecuencia y expresión de la adoración como unión de amor que hace posible todo sacrificio. Los Magos – dice Mt 2,11 – abrieron sus “cofres”. Los pastores – imagina la piedad popular – de forma más humilde pero no menos verdadera, abrieron sus “zurrones”. Esto quiere decir que todos portamos con nosotros un tesoro “escondido” que ofrecer al Señor y a los demás, más rico o más pobre, cofre o zurrón, pero en definitiva un tesoro. Los dones de los Magos son altamente representativos, no sólo de la naturaleza del Niño – como tradicionalmente se ha interpretado (de su realeza-oro, de su divinidad-incienso, de su humanidad sufriente-mirra) – sino también de lo que estamos llamados a ofrecer nosotros: nuestras riquezas, materiales o espirituales (el oro: nuestra obra, de la que tendemos a apropiarnos); nuestras relaciones (el incienso: o perfume que nos identifica respecto a los demás); nuestros proyectos de vida y nuestros planes con que pretendemos asegurarla. Los dones de los pastores son sus ovejas, su leche, su lana…es el fruto de su trabajo.

A veces no adoramos porque no queremos o no podemos aceptar la realidad tal cual es; porque nos da miedo lo concreto, tocar esa carne de Jesús, herida en los pobres; no tenemos esperanza pastoral bajo la excusa de nuestra “pobreza”. Unos tendrán cofres como los magos y otros zurrones como los pastores pero incluso sin esos regalos de nuestros dones personales o frutos de nuestro trabajo pastoral siempre tenemos algo que ofrecer, lo más importante: ofrecernos a nosotros mismos, ofrecer la pobreza de nuestras “manos vacías” (Sta. Teresa de Lisieux). Nadie es tan pobre que no pueda ser generoso (cf. 2 Co 8-9), porque no se trata de dar cosas sino de “darse”. Ese el verdadero sacrificio agradable a Dios. No hay esperanza pastoral sin esta adoración que lleva al sacrificio de nosotros mismos, a la ofrenda de nuestra pobreza y humildad para que El Señor haga en nosotros, haga a través de nosotros y a través de nosotros multiplique su gracia. Pero nuestra humildad y pobreza es la condición necesaria para vivir lo que somos, “sacramento de la esperanza de Cristo Pastor”. La sacramentalidad de un sacerdote y de un Obispo implica hacerse “nada” para que el Señor lo sea “todo”, “menguarnos” – como el Bautista – para que Él “crezca” (cf. Jn 3,30).

Con esta actitud y desde esta actitud de realismo y personal debilidad vengo a Ciudad Rodrigo a dejar que el Señor realice su obra en mí y así poder trabajar generosamente y a entregar la vida, mi nada para que Él lo sea todo. “En esa nada que compartimos con Jesús consiste la grandeza y debilidad del ministerio apostólico” (J. Ratzinger).

No pocas personas me han hecho estas semanas unas preguntas, que estarán, quizá, también en el ánimo de tantos de vosotros, sobre la novedad e incertidumbre que supone que yo sea al mismo tiempo Obispo de Ciudad Rodrigo y Obispo de Salamanca. Como he tenido ocasión de aclarar a quienes me lo han preguntado, esta novedad lo es para todos: para vosotros y para mí, y como sucede ante cualquier novedad que no tiene detrás ninguna consigna o estrategia, todos deberemos aprender a vivirla con sencillez. El criterio, el único criterio para optar por la solución más adecuada, no es otro que el bien de nuestras comunidades diocesanas. Ojalá que todos nos pongamos a la búsqueda no de reivindicar derechos mirando al pasado, ni de prevenir temores mirando al futuro, sino de abrir caminos en el único presente que tenemos entre las manos, y en el cual, dejándonos mirar por el Señor y su Espíritu y mirando apasionadamente a nuestros hermanos los hombres, acertemos a crear cauces en los que la Buena Noticia del Evangelio se haga luz y esperanza para nuestras gentes. Por mi parte, estaré no sólo disponible sino realmente dispuesto a caminar con estas dos Iglesias hermanas con todas las consecuencias. Dados mis límites, os pediré paciencia y comprensión a la hora de querer abrazar de veras vuestra vida que el Señor confía ahora a mi cuidado pastoral. Pido que Él me dé fuerzas para acompañar de verdad esa vida, sin que nadie experimente mi ministerio episcopal como un préstamo de la Diócesis vecina, sino como una entrega sincera y real, de toda mi vida a toda la vuestra. Si por ello surge algún problema que surja en mi agenda y en mi tiempo, no en vuestro abandono o desatención.

“El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos”. Una de las misiones del Obispo es la de apacentar el rebaño, gobernar, guiar con la autoridad de Cristo al pueblo que Dios me ha encomendado. Una autoridad que es servicio y que se ejerce en nombre de Jesucristo. A través de los pastores de la Iglesia, Cristo apacienta su rebaño: lo guía y lo protege porque lo ama profundamente. Para realizar bien esta tarea, pedid que mi relación personal y mi amistad con Cristo sea cada día más grande, de modo que el mismo Cristo conforme mi propia voluntad a la suya. Pedid que mi modo de gobierno sea el

servicio humilde, sencillo y amoroso del lavatorio de los pies y que sepa cuidar de todas las ovejas, del rebaño que se me ha confiado.

Doy gracias de nuevo al Señor que, a través de su Iglesia, me confía esta hermosa misión, a pesar de la pobreza de mi persona. El Señor ha tenido tanto cuidado conmigo a lo largo de mi historia, a través de mi familia que me ha dado la vida y la fe, del afecto de mi parroquia de Pedro Bernardo, de mis formadores del Seminario en Arenas, Ávila y Salamanca, de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia, de mis amigos de Suiza. Hago un recuerdo agradecido de D. Felipe Fernández, que me ordenó sacerdote.

Saludo con afecto a los amigos sacerdotes venidos de tantos lugares: con los que he tenido relación unas veces de padre, otras de hijo, y otras de hermano. A los consagrados y fieles laicos que desde los lugares en los que he vivido y servido a Dios y a su Iglesia, habéis hecho el esfuerzo de haceros presentes en esta hermosa celebración. Compañeros de los Colegios Asunción de Nuestra Señora y de Pablo VI de Ávila, trabajadores de la Casa Grande de Martiherrero, parroquias del Inmaculado Corazón de María, de mi querida parroquia de San Pedro Bautista de Ávila y de la diócesis de Plasencia, que espera un pastor pronto, ya que sufrir en cinco años dos situaciones de Sede Vacante es una orfandad excesiva.

Gracias a los amigos más íntimos, porque vuestros rostros y vuestra compañía es la concreción de cómo el Señor ha acompañado y cuidado amorosamente mi vida.

Queridos diocesanos de Ciudad Rodrigo, pueblo cristiano al que el Señor me envía como pastor. Mi relación con los seminaristas diocesanos en Salamanca me ha permitido visitar frecuentemente, conocer y querer vuestra diócesis, que el Señor hoy me encarga pastorear. El Señor sabe cómo hace las cosas. He sido nombrado Obispo vuestro, es decir, el que ve, cuida y vigila a su rebaño. La Iglesia me pide predicar su evangelio, celebrar sus sacramentos, cuidar a cada uno de sus fieles. Las tres tareas esenciales del Obispo. Pedid al Señor que yo sea generoso, que esté disponible y atento para comunicaros los tesoros de la gracia que Dios ha puesto en mis manos, y de los cuales solo soy administrador. Como pastor vuestro deseo ser un ejemplo de fe y un testimonio de santidad, para ser cada día más un pastor según el corazón de Cristo.

Agradezco de corazón a todos los que habéis hecho posible la belleza de esta celebración; responsables de la liturgia y el canto, el generoso trabajo de los voluntarios, protección civil, Cruz Roja. Y tantos trabajos callados que se han hecho a lo largo de estos días y que yo conozco y agradezco de veras.

Agradezco igualmente la presencia de los medios de comunicación. Habéis realizado una cobertura muy atenta (y podíamos decir cordial) desde el día de mi nombramiento. Estoy a vuestra disposición, para que podamos dar en nuestra diócesis las buenas noticias que desea escuchar el corazón de cada hombre.

Quiero agradecer muy especialmente el afecto, la generosidad y la disponibilidad de don Jesús García Burillo, padre que ha guiado esta Iglesia de Ciudad Rodrigo durante los últimos tres años, restando tiempo a su merecido descanso, así como el trabajo de estos días del Colegio de Consultores y del Vicario General.

En esta responsabilidad que hoy se me confía deseo contar con todos. De modo especial con los sacerdotes, queridos hermanos y estrechos colaboradores en el cuidado del pueblo santo de Dios; valoro y aprecio vuestro trabajo silencioso y la fidelidad con que lo lleváis a cabo. Quiero estar cercano a los seminaristas; poned vuestra juventud al servicio de Dios y de los hermanos; seguir a Cristo implica siempre la audacia de ir contra corriente, pero vale la pena porque es el camino de vuestra propia felicidad.

A las comunidades de vida contemplativa os agradezco lo que sois y lo que hacéis, me será muy necesaria vuestra oración. Cuento con los consagrados, que participáis tan activamente en la tarea evangelizadora de la Iglesia desde vuestros respectivos carismas; la diócesis y el mundo necesita vuestro testimonio y vuestra oración. Vivid vuestra vocación en la fidelidad diaria y haced de vuestra vida una ofrenda agradable a Dios. Como debéis hacerlo los diferentes movimientos eclesiales, y los fieles laicos desde la tarea vocacional de cada uno a través de vuestra presencia en medio del mundo.

Todos formamos la única Iglesia de Jesús; con osadía y sin miedo debemos hacer visible al Señor y a su Iglesia en la tarea de la evangelización que se nos encomienda. Esa es realmente nuestra verdadera tarea. Pongamos en el centro de nuestros desvelos a los pobres, por los que Cristo mostró tan clara predilección y la Iglesia mira con amor preferencial; pedid que yo sea con ellos acogedor y misericordioso. Tened paciencia conmigo y mis limitaciones. Os invito a que juntos contemos a nuestros diocesanos la belleza que supone pertenecer a Cristo en su Iglesia y vivir cada una de las circunstancias de nuestra vida, también las más dolorosas, desde Él.

Para cumplir tan bella tarea ponemos mi ministerio pastoral bajo la protección de san Isidoro, patrono de la diócesis y San Sebastián, patrono de la ciudad, y de María, bajo la advocación de la Virgen de la Peña de Francia, tan venerada en nuestra diócesis, a quien visité el pasado día 1 y he pedido ardientemente saber acompañaros y quereros como a hijos.

Que el Señor os bendiga a todos.

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