Debieron ser las destemplanzas de este verano atípico las que me empujaron el martes pasado, tras una jornada con más sombras que luces, a acurrucarme arropado con una nube de somnolencia en la acogedora quietud de mi sillón de Villoruela. Fue entonces cuando los sueños, que últimamente esperan agazapados para tomar al asalto mis defensas, me trasladaron a una multitudinaria asamblea donde la ilusión había conducido acollarados de dos en dos a los directivos de Unionistas con los del Salmantino, que llegaban rezongando; a los jugadores de una plantilla con los de la otra, repartiendo abrazos, aleluyas y otras bienaventuranzas; a los dos entrenadores dando trompicones, porque no lograban ponerse al paso, a los patrocinadores, tirando de chequeras y de billetes de a millón; a las autoridades charras en bañador, preguntando dónde había que mojarse; y a miles de salmantinos cabalgando legiones de estrellas fugaces, con los puños apretados y la mirada encendida, dispuestos a aunar esfuerzos para llevar a la ciudad a la liga de las estrellas. ¡Recordad! ?gritaban. ¡Ya lo hicimos en el pasado! ¿Acaso Salamanca no se lo merece? Uní mi voz a las suyas.