Este verano tcaluroso y largo ha abrasado los campos salmantinos. Las besanas, tierra labrantía de esta vieja meseta castellana, doradas sus cosechas por el sol de justicia que se desploma un día y otro sobre las espaldas ondulantes de sus colinas, tienen hoy el color desvaído de la paja seca y de la ceniza blanca. Sólo los campos de girasoles nos recuerdan que la árida tierra, y sin embargo nutricia, conserva la vida y la hace florecer en el mismo fuego del estío. Cuando me dirijo a mi refugio del monte veo los polígonos irregulares de girasoles que amarillean al lado de la carretera. Y ya se ha abierto también la flor de la semilla que plante en mi huerto
. Una corona de pétalos amarillos que custodia en el centro de la gran flor el corazón lleno de fruto. El girasol busca los rayos del sol naciente y lo persigue cuando huye al crepúsculo por el poniente. Se yergue sobre un verde pedestal alto y fuerte, adornado de grandes hojas irrepetibles. El mirador provinciano en esta tarde estival, calurosa, cuando una ligera brisa agita la cabellera de las encinas y suaviza la atmósfera sofocante, trayendo la paz al espíritu, quisiera olvidarse de todo y contemplar extasiado la hermosa, grande, amarilla flor del girasol. Esta maravilla de la naturaleza que pone una nota de sublime belleza en la fealdad del mundo que nos rodea.