¿Qué significa, de hecho, poner una palabra entre comillas? Con ellas quien escribe toma distancia del lenguaje: indica que un determinado término no es tomado en la acepción que le correspondería, que su sentido ha sido alejado (citado, llamado hacia fuera) del habitual, aunque no del todo amputado de su tradición semántica. Ya no quiere o no se puede usar simplemente el antiguo término, pero tampoco se puede o se quiere encontrarle uno nuevo. El término entrecomillado es mantenido en suspenso en su historia, es pesado, por lo tanto, al menos de manera embrionaria, pensado.
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Donde ha caído una voz, donde el aliento ha faltado, se encuentra, en lo alto, un pequeño signo. Sólo sobre este, vacilante, se aventura el pensamiento.
Giorgio Agamben
Parece que el llamado verano oficial, ese en el que hay quienes disfrutan de sus vacaciones, se termina. Para comprobarlo solamente hay que prestar atención (mi recomendación es que no sea excesiva) a los reclamos publicitarios de diferente laya, que nos obligan en este momento a ponen nuestra mirada en otras cosas, aquellas que son de su interés.
Este cierre veraniego, supone que dejamos atrás playas y montañas, sin olvidar cruceros full time para conocer el Mediterráneo, o tours encapsulados para recorrer la ruta de la Alemania Romántica, pongo por caso, en cinco días. No me censuren, ni tampoco me entiendan mal, seguro que es pura y sana envidia la que me lleva a escribir estas cosas.
El caso es que estos regresos, de los que ya hablaba la semana pasada, me han hecho pensar en las conocidas como viviendas secundarias.
Algunas veces, poner distancia con ciertas interpretaciones de uso ¿común?, y pararse a analizar la raíz de lo que quieren decirnos, pueden provocarnos, por un lado, cierta perplejidad cuando no desconcierto y, por qué no decirlo, también posibilidades para jugar seriamente con la potencial hondura de su significación.
A mí me ocurre a menudo con la expresión sin solución de continuidad, como habrán comprobado quienes tengan la flema o el coraje de leerme. Pero en esta ocasión y debido a las fechas caniculares que vivimos, quería acercarme a la ya referidas como viviendas secundarias.
¿Secundarias? Ya sabemos que se trata de una traducción literal de la expresión inglesa second homes, pero ingresemos en ella y veamos a dónde nos lleva: ¿hablamos de vivir una segunda vida en ellas o se trata más bien de habitar su espacio en una existencia que no nos recuerde a la de todos los días?
A servidor estas divagaciones sobre la casa le llevan también a su lado más trágico e inadmisible, cual es que para bancas y otras raleas comerciales, se entiendan como algo de orden secundario, baladí, no necesario, visto el tratamiento que estas actividades económicas procuran a los que dejan si hogar, y se convierten en deudos con un parentesco no querido. O aquellos otros a los que se hacina en Casas del Estado a la espera de esan nueva morada que nunca llega. Pero no quería ir yo por aquí, aunque de alguna manera estoy yendo...
El caso es que estos espacios de ocio, que imaginamos habitualmente en zonas del litoral o en las silenciosas y arboladas faldas de las montañas, tienen para muchos de nosotros otra posible imagen, con una encarnadura mucho más importante, en esa otra expresión que es y significa volver al pueblo, a la casa familiar en estas fechas estivales.
Pensando en ello, ha pasado por delante de mis ojos una película, Una casa en Córcega (Au cul du loup, 2011), dirigida por el belga Pierre Duculot, que relata la reconstrucción de una casa recibida en herencia por su joven protagonista, encontrándose, sin haberlo premeditado, que en la restauración de esa vivienda, prácticamente en ruinas, comienza a restituirse como persona, y, casi sin saberlo, también se rehace como ser humano.
El film nos va ganando según avanza la trama; lo hace de una forma sencilla, sin alharacas, va remodelando a Christine y a su casa, y puede que también a nosotros, aunque sea sólo por un parde horas.
La fuerza alegórica que encierra la casa como tal, como símbolo de nuestro lugar en el mundo, tiene en la literatura y el cine muchas e inmejorables formulaciones. No pretendo agotarles con incansables referencias, entre otras cosas porque un conocido me reconvino, quiero creer que irónicamente, diciéndome que les pongo a ustedes demasiados deberes: ¿su reciente pasado profesoral le delata? (le devuelvo de este modo su amable broma para conmigo).
Pero volvamos al asunto que aquí nos tiene: a mi persona recomendando, y a ustedes, haciendo acopio de mis propuestas si a bien lo tienen.
Hace ya algunos meses descubrí a una sorprendente escritora, Samanta Schweblin, que operó en mí de forma singular con un texto, un cuento largo, una nouvelle si lo prefieren, de título Distancia de rescate, por su forma de contar, de acercarme a su historia. He de reconocer que levanté la cabeza de su novela en varias ocasiones, como dando tiempo a que lo que me contaba se hiciese un sitio en mi persona, para al final decidir aplazar su lectura.
Al poco, me di de ojos y de forma inopinada con una gavilla de sus cuentos, Siete casas vacías, premiados en un importante concurso de relatos, pero recompensándome a mí, uno de sus lectores, por partida doble: descubrí su capacidad para la sacudida literaria, concertando ritmos tanto externos como internos de forma prodigiosa, dando verdadero sentido a eso que llamamos estilo y creando unas atmósferas zozobrantes, que me obligaban a suspender momentáneamente la lectura, atributo evidente de una buena historia.
Sus cuentos hablaban de la casa como imagen de nuestro mundo. Viviendas que parecen estar vacías por lo que acontece en ellas, en relación con ellas, huyendo de ellas o intentado estar en ellas. La primera de sus historias, Nada de todo esto, es un ejemplo de esto último, y para mí la historia más subyugante, donde una madre obliga a su hija a visitar las casas de los demás, siendo estos unos desconocidos:
Mi madre está acostada boca abajo sobre la alfombra del cuarto matrimonial. [?] Los brazos y las piernas están abiertos y separados, y por un momento me pregunto si habrá alguna otra manera de abrazar cosas tan descomunalmente grandes como una casa, si será eso lo que mi madre intenta hacer.
[?]
−Por favor, mamá ¿qué? ¿Qué carajo hacemos en las casas de los demás?
Algunos opinarán que sus relatos resultan ásperos y crudos. Pero, qué quieren significar con eso, ¿qué te alteran?, que conturban nuestro estado de ánimo y nos dilatan nuestra cotidiana mirada: no andarán faltos de razón, son terriblemente persistentes, permanecen en nosotros durante mucho tiempo.
No olvido que les hablé de un doble galardón lector, y lo hacía porque nada más terminar sus cuentos volví a su novela, comprobando entonces, con un extraño goce, que podía ahora entrar en ella. Supongo que habrán vivido algo parecido en su trayectoria como lectores y sabrán, como yo, que esta sensación es muy estimulante.
La cuestión ahora es preguntarme con ustedes qué músicas elegir para cerrar estos artículos Puntos de fuga veraniegos que, les recuerdo, nada tienen que ver con escapes o huidas.
Si de viviendas hemos hablado, me resuena ahora en el oído interno una canción de Maxime Le Forestier, que sin duda conocerán los más viejos del lugar. Me refiero a San Francisco, pero que a uno le dice más con otro título La maison bleue y que demuestra toda su vigencia y fuerza en esta otra versión donde el hogar sigue, por el momento y para muchos, entrecomillas.