OPINIóN
Actualizado 30/11/2015
Rubén Martín Vaquero

¿Por qué en otoño pesa tanto el aire?

En la atardecida del domingo veintidós de noviembre recorríamos uno de los muchos senderos de Miranda del Castañar, cuando contemplamos extasiados como el sol se acostaba entre embozos amarillos y tafetanes verdes.

Comentamos que, probablemente, en la ciudad de las tres colinas la tarde difuminaría la luz con tules de niebla y bálagos de melancolía, que enturbian cielos y desaniman estrellas.

Y cuando en un abrir y cerrar de ojos la oscuridad avanzase desde los descampados, o se alzase en las negras aguas del río, la noche se desharía en lágrimas que resbalarían mansas por sus árboles desnudos y sus piedras francas, arrastrando las últimas hojas para empedrar las calles de tristeza.

Mas los vecinos, antes de quedarse dormidos, apretarían los párpados y soñarían con ver la luna plateando penas, o jugar al escondite, delicada y numerosa, entre espadañas, torres, cúpulas, patios callados, o en la clandestina calle de las Úrsulas.

La luna, ensimismada y ajena, no mira la batalla.

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