OPINIóN
Actualizado 22/06/2015
Rubén Martín Vaquero

Tómalo María; dámelo Juan; malo te lo entrego, sano me lo das

Después de las lluvias torrenciales del verano del ´68, que desalojaron las reliquias de nuestras cloacas y no encontraron playas debajo de los adoquines, todavía nos quedaron fuerzas y virtud para organizar dos años más la hoguera de la noche cabalística de San Juan. Pero debimos pisar mala hierba o alguien dijo "lagarto" sin morderse la lengua, y el maleficio nos alcanzó a todos. Más nos hubiera valido que las dos noches mágicas hubiésemos salido a recoger manojos de flores para colgarlos a las puertas de nuestras casas.

En la penúltima guardamos los materiales recogidos en las casetas de la Feria de Muestras de la Chinchibarra, abandonadas desde las fiestas de San Mateo del año anterior, y por culpa de unas patatas asadas con algo de descuido; ¡fiesta mayor! los expositores salieron ardiendo como la yesca. Y un remolino de fuego (maldita putaciega) lo devoró todo.

Y en la última falla nuestro desconsuelo movilizó a los hermanos mayores, a los padres y hasta a las amas de casa, que se tiraron a la calle al olorcillo de San Juan. La alegría era general; ¡por fin habíamos recuperado la hoguera de la noche prodigiosa! Sin embargo a nadie se le ocurrió mirar al cielo, aunque hubiera sido necesario... para dar las gracias y evitar el malogro, porque cuando empezó a arder ya era tarde. Las llamas alcanzaron los cables que cruzaban la calle y medio barrio se quedó sin electricidad y sin teléfono.

Nunca volvimos a encender fuego la noche de San Juan y nos sofocábamos viendo en la televisión los incendios que los norteamericanos de L. B. Johnson y de Richard M. Nixon provocaban con napalm en My Lai, Hanoi o en el delta del Mekong, donde las ferias de muestras, las alcantarillas y los cables quedaban lejos.

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