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Aquellas pequeñas cosas
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Aquellas pequeñas cosas

Actualizado 31/10/2022 09:18
Concha Torres

“Y uno se cree, que las mató el tiempo y la ausencia”, decía Serrat que, por cierto, anda estos días por las provincias diciendo adiós desde el escenario a todo el que quiera escucharle; con una gira donde festeja los mismos cincuenta y siete años que yo tengo y que él lleva cantando y encantándonos sin meterse con nadie, sin tener un canal en YouTube y sin tener una gran voz; ya es mérito lo suyo. Hoy vengo a explotar la vena sentimental porque fue uno de Serrat el primer concierto al que mis padres me dejaron ir con amigos (y sin padres) allá por el año de Naranjito, en 1982 y en el pabellón de La Alamedilla, al que no sé si hay que calificar de difunto o simplemente olvidado. Tampoco sé si lo ha matado el tiempo; en él escuché yo a muchos de mis ídolos musicales de entonces, cómodamente sentada en una grada de cemento y sin gente alrededor filmando el concierto en vez de escucharlo, plaga bíblica esta que no tiene visos de desaparecer. Incluso asistí a una representación del Teatro Negro de Praga, cosa que en Praga no he podido hacer miren ustedes por dónde. Hubo un tiempo en el que Madrid, antes de convertirse en exportadora de despedidas de solteros, nos enviaba cultura en dosis llamadas “giras de provincias” que llenaban teatros vetustos y pabellones de hormigón de gente deseosa de ver cosas nuevas.

Estos recuerdos son también aquellas pequeñas cosas del verso de Serrat escrito en 1971, hace una eternidad y con Franco aún en vida; cuando yo llevaba una falda de cuadros verdes como uniforme colegial y estaba aprendiendo a leer. Las pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas (que en aquel momento no era tal, pero que comparado con los tiempos recios que atravesamos últimamente, es hasta un bálsamo recordarlo) son las que dejamos olvidadas en un papel, en un cajón o en un rincón. Esas que se convierten en basura cuando hay obras en casa o goteras que obligan a vaciar armarios; o abuelas y tías solteras que te dejan como recuerdo el olor a lavanda en los roperos y esos mismos armarios llenos de mercadería variopinta con vocación de terminar en una bolsa de basura después de haberte arrancado una sonrisa al contemplarla.

Esas pequeñas cosas, las que decía Serrat, que como un ladrón te acechan detrás de la puerta. Ese magma de recuerdos materiales en forma de foto, postal, souvenir cateto, entrada de museo, billete de metro, folleto de propaganda, llavero con torre Eiffel, posavasos de cartón, pantuflas escamoteadas en un hotel, toalla distraída de otro; candados de maleta, llaves sin cerradura conocida, tazas sin asa esperando que alguien venga a pegarla, vajillas incompletas, calcetines desparejados, latas de cervezas consumidas en lugares donde no se toma cerveza; botellines de muestra, chocolatinas de cafetería caducadas, pilas que no sabemos sin aún sirven, relojes de pulsera averiados, corbatas imposibles y fulares descoloridos, zapatos a falta de medias suelas nuevas y abrigos de forma trapecio cuando el trapecio dejó de ser el cuadrilátero de moda.

Basta poner un pie en lo que en otro tiempo fue casa y ahora se ha convertido en estación de paso para después estar una todo el día cantando la cancioncita y diciéndose que sí, que es verdad, que son “aquellas pequeñas cosas que te tienen tan a su merced como hojas muertas, que el viento arrastra acá o allí” (si a Dylan le dieron el Nobel yo a Serrat solo por estos versos también le daría el Cervantes). Porque a ver quién es el guapo que niega que sí, que son aquellas pequeñas cosas,

que el viento arrastra allá o aquí,

que te sonríen tristes y,

nos hacen que,

Lloremos cuando nadie nos ve.

Y así se termina la canción, y sigue la vida llenándonos de pequeñas cosas que ocupan grandes espacios y dejan huecos no menos grandes cuando se van, no siempre a la basura.

Foto: Laurent Raucy

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