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María Antonia Ovejero García, viuda y hermana de “desaparecidos” en 1936
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SECUELAS DEL FRANQUISMO (XCIII)

María Antonia Ovejero García, viuda y hermana de “desaparecidos” en 1936

Actualizado 26/08/2021
Ángel Iglesias Ovejero

Vigésimo noveno capítulo de la serie de Ángel Iglesias Ovejero 'Contra la desmemoria republicana, 'archivos vivientes''

María Antonia Ovejero García ha sido mi mejor y más asiduo informante. Era mi madre. Su testimonio me acompaña desde mi más tierna infancia en que me llegó a través de conversaciones que no me estaban destinadas, pero se realizaban sin tapujos, incluidas ásperas discusiones, de tal modo que durante el período escolar ya estaba al corriente de la tragedia familiar. Y hacia los diez años sabía casi todo los detalles que he dado a conocer después. Las informaciones explícitas y directas, con preguntas y respuestas, datan de los veranos de 1973 y 1976 en reuniones habidas en su hogar. En ellas participaron también Juan Iglesias y Anastasio Mateos, con Françoise Giraud de testigo y encargada de la grabación que fue transcrita por entonces y publicada más tarde en el marco de la recuperación de la memoria histórica entre 2007 y 2016 (V. referencias al final). Así pues, escrito está lo esencial de los hechos averiguados. Aquí se trata del esbozo de una vida cuyo carácter extraordinario reside en el hecho mismo de haber sobrevivido en aquellas circunstancias hasta casi los 90 años. No quiero mentir y no pretendo ser objetivo. Vaya por delante que, más que amarla como madre, la admiraba como persona, y hasta ahora no me cuesta ningún esfuerzo recordarla a diario o poco menos. Sin embargo no pretendo canonizarla, como se ha hecho con los incontables "abuelos asesinados en Paracuellos", cuya memoria respeto, y solo espero que sus "nietos" dejen de utilizarlos para negar los crímenes cometidos por sus otros "abuelos", identificados en este y otros lugares, con el objetivo de justificar su impunidad y prolongar la desvergonzada exhibición del franquismo hoy vigente.

María Antonia nació en Robleda el día 11 de febrero de 1902 en el nº 19 de la calle de la Guadaña, sito en la mítica "Calleja" tantas veces recordada en estos recortes de "archivos" orales. Sus padres se llamaban Serafín Ovejero Mateos (de 34 años), jornalero, y Claudia García Mateos (de 31 años), de la misma "profesión". Los abuelos paternos eran Juan Ovejero Cepa y Juliana Mateos Sánchez, "de oficio jornaleros", y por el lado materno Julián García García y Vicenta Mateos Toribio, "labradores", todos ellos naturales y vecinos del lugar. Formaban parte de la medianía robledana tirando a pobres que, sin pasar hambre, vivían como sus antepasados de siglos atrás. La tradición oral confirma que Claudia había aportado algunas "tierrinas" más que Serafín. Este pertenecía a la rama legítima de los Ovejeros que, haciendo honor al apellido, eran mejores pastores que gañanes, sueltos de lengua, de manos y de pies, pero no fanáticos picapedreros, roturadores de matorrales o rozadores de zarzas y de sembrar en octubre esperando que lloviera en abril y no helara en mayo. Él dejó un buen recuerdo donde sirvió como vaquero, cabrero u ovejero, dentro y fuera del pueblo, pero su hija le señalaba un temperamento lunático y cambiante, a ratos simpático e irascible sobre todo en familia ("candil en la calle, tizón en casa").

La identificación nominal de mi madre es un misterio en lo que atañe al nombre de pila. En el acta de nacimiento (1902) se registra como "María", a secas; en las de su primer y segundo matrimonio (1926, 1941), así como en varias actas de nacimiento de sus hijos, se identifica como "María Antonia", pero en la de Teresa (1932) figura "Antonia" y en las de Félix (1934) y Ángela (1937), "María". En el ámbito más cercano la llamarían Antonia, pero en la anecdótica familiar me atribuyen dichos de mis primeros actos verbales en los que designaba a la interesada por el nombre de María Antonia ("Dile a la Mariantonia que se arrimi p'acá que le da muchu miéu la turmenta"), y de ello deduzco que otros, mi padre o el suyo, la llamarían así. La gente extraña la llamaba "Antonia la Rebulla", con el añadido del mote heredado del abuelo Juan Ovejero que a ella no le hacía gracia ninguna oír, sobre todo en boca de quienes habían sido con su familia y especialmente con su primer marido y sus hermanos verdaderos caínes y verdugos. Era su nombre oficioso, el oficial en el carnet de identidad fue "María Ovejero García", pero en el acta de defunción, sin duda redactada de oídas, sería de nuevo "María Antonia".

Mª Antonia fue el cuarto miembro de una amplia fratría cuyo nacimiento se escalona en una veintena de años: Juliana (1895), fallecida en 1938 de enfermedad y desamparo; Jesús (1896), único hijo que, al no residir en el pueblo, se libró del exterminio de varones en la familia de Serafín y Claudia, y falleció en Alcántara (Cáceres), en 1971; Agustina (1900), fallecida en 1918, víctima de la pandemia llamada "gripe española", cuyo cadáver tuvo que llevar su padre al cementerio, un gesto premonitorio; María (1902), mi madre, fallecida en el domicilio de su hija Pepa (1991); Teodora (1904), compañera suya en la guarda de ovejas, fallecida de enfermedad en su plena juventud (1929); Rogelia (1905), fallecida el día de su tercer cumpleaños (1908); Luisa (1906), que no llegó a cumplir los seis meses, quizá a consecuencia de su prematuro nacimiento en la dehesa de Fuenteguinaldo cuando iban o volvían sus padres de la feria de San Bartolomé, y tuvo que hacer de comadrona Serafín Ovejero; Petra (1907), fallecida a los dos años (1909); Ángel (1909), asesinado por las milicias fascistas en los aledaños del antiguo puente de Vadocarros (1936), según la información de su hermana Mª Antonia; Juan I (1912), que no llegó a vivir una semana; Juan II (1914), asesinado por las milicias fascistas en el término de Peñaparda (en la noche del 3 al 4 de setiembre de 1936), según la información de su hermana Mª Antonia; y Julián (1916), asesinado por las mismas milicias fascistas y gente conocida de Robleda (2 de setiembre de 1936), en el paraje del Colodrero de donde su padre tuvo que llevar el cadáver al cementerio terciado en el burro "Noguero".

Una de las mayores frustraciones de su vida remontaba casi a su primera infancia. De mayor era consciente de su excepcional inteligencia, con una memoria extraordinaria, y medía la inmensidad de la ocasión perdida ("No he sabíu de letra, y he síu la cosa más tonta del mundu, peru no es que de mi sel propiu lo juera"). Se lamentaba medio siglo después. Apenas supo andar empezó a salir con su padre al campo, con el que siempre se sentiría en armonía, mientras que el encierro de las labores caseras tenía la virtud de ponerla nerviosa. Empezaba a barrer o jalbegar cantando y terminaba echando pestes. No se le daba mal cocinar, dentro de la escasa variedad de las comidas, pero su cuerpo diminuto solamente respondía al estímulo de la ñisca (o peñiscón) de carne asada o de pescado frito que no se prodigaban en la dieta campesina. Serafín llevaba en el zurrón una extraña golosina que en pequeñas dosis le ofrecía en el hueco de la mano, la sal, que en las matancias prodigaría en los guisos del prebi para los chorizos y con la que ponía el tocino y los jamones al abrigo de las calesas. Así se explica que todos sus hijos encontremos sosos los platos que nos ofrecen en otras mesas, sin que el suplemento de sodio haya impedido a algunos acercarse o sobrepasar los noventa años ("al que con veneno se cría, el veneno le da la vida").

La niña Antonia o Toña (así probablemente la llamaría su padre) descubrió los avances del progreso, que ella no disfrutó sino mucho más tarde, junto a la carretera de Ciudad Rodrigo al Puente de Guadancil (hoy CL-526), casi recién estrenado en Vadocarros el empalme del tramo extremeño con el mirobrigense (c.1904), bajo la dirección del sobrestante Antonio Tuviel o Turiel. En vez de ir a la escuela, su misión consistía en impedir que las cerriles ovejas se dejaran atropellar por los aparatosos carromatos que transitaban por el paraje hoy denominado "Los Palus Cruzáus". Este sitio, aledaño de "Las Minguis" y hasta donde llegaba el canto de los gallos en los corrales, recibió ese extraño nombre debido a la novedosa llegada de la corriente eléctrica (y quizá del teléfono) cuyos cables sostenidos por postes de madera cruzaban allí de un lado al otro de dicha carretera. Sus impulsores fueron personas llegadas de El Maíllo o algún otro pueblo de la Sierra de Francia con apellidos foráneos y dejaron descendencia en el lugar, hoy en la emigración. Antes de la guerra civil Desiderio Merchán tenía una importante fábrica de electricidad cuyo monopolio se vio contrariado por la competencia de Fermín Mateos Carballo, nombrado alcalde en la primavera de 1936 y una de las últimas víctimas mortales de la barbarie fascista (06/09/36).

En la adolescencia y juventud Mª Antonia alternaba el cuidado de las ovejas con las tareas agrícolas, siembra y recolección de cereales, patatas, frejones y otros cultivos hortícolas, así como labores caseras (jilaúra, laviju, remendiju, etc.). En el pastoreo la acompañaba su hermana Teodora. Los antiguos vecinos cercanos a Las Vertúis recordaban la vuelta de ambas cantando con su rebaño. Esta idílica estampa se interrumpía para las mozas cuando se empezaba a estercar en el campo. Entonces los mozos asumían la pernocta junto al "corral de engarillas". Con la llegada del verano, por san Juan e incluso antes, a los mozos y mozas quinceañeros les esperaba la iniciación en las duras faenas de la siega, que empezaban por la recogida de algarrobas. Las hijas de Serafín, con sus salarios de miseria (los niños y las mujeres cobraban mucho menos que los varones adultos), contribuyeron a la compra de algunas tierras de secano y los pequeños huertos de Valdelpino que se regaban con el agua de la Fuente de la Sartén (así llamada por estar labrada entre el manantial y el receptáculo en la peña).

La familia instaló allí una majada de cabras que, ya en el tiempo de la República, cuidaban los hermanos más chicos. Este modestísimo feudo molestaba a un "riquino" de pueblo, cacique aprovechado y de menor cuantía que, al decir de la tradición familiar, se convirtió en uno de los más enconados enemigos de "los hijos de Serafín". Se quejaba de que las cabras le comían la hierba de un prado no muy lustroso, y con este pretexto dejaba que sus vacas entraran en la cebada de los linderos por la noche. Estos lo rebautizaron con dos expresivos motajos: "Tachueleru" y "Tumbarrocíus", el primero por su físico y el segundo por su manera de andar. Mª Antonia lo acusaba de ser el promotor de la teoría del exterminio de varones a nivel local, expuesta en el ayuntamiento (y presumiblemente aireada por Laureano "Roque", secretario del juzgado, con fama de izquierdista y por ello encarcelado después varias veces). Consistía en empezar la represión de los republicanos por los hombres más respetados en el grupo de parentesco (padres, hermanos casados, cuñados) para eliminar a los más jóvenes, que eran los más activos y solían fugarse. Se inspiraba en los métodos previstos e instaurados por los militares rebeldes (el general Mola y sus sicarios en este territorio). Contra la familia de los Ovejeros se practicó a rajatabla. Un hijo de dicho señor, con otros tres fascistas locales, participó en la detención de Juanito Ovejero en Valdelpino, al día siguiente del asesinato de su hermano Julián en El Colodrero. La operación se llevó a cabo en presencia de dos sobrinos menores (Pablo y Tasio) y de Mª Antonia, que no dudaba en incluirlo entre los asesinos. Después él mismo murió en el frente y fue celebrado como héroe "caído por Dios y por España".

Obviamente, esto sucedió cuando Mª Antonia estaba casada hacía ya diez años y era madre de familia numerosa. Se casó el 9 de octubre de 1926 con José Mateos García jornalero y de su misma edad, naturaleza y vecindad. El primogénito, Benito, nació en la primavera del año siguiente en la calle de La Guaña (nº 43), y falleció al cabo de un año a consecuencia de una quemadura. Los nacimientos posteriores se prosiguieron en la calle del Rincón (s.n.) con una periodicidad irregular, cada dos o tres años: Anastasio o Tasio (1928), fallecido en 2017, padre de dos hijos, uno de ellos muerto antes que él mismo; Josefa o Pepa (1930), con residencia entre Madrid y Robleda, madre de cinco hijos; Teresa o María (1932), fallecida al año siguiente; Félix (1934), fallecido de enfermedad en el año 2000, padre de tres chicas. En 1937, después del asesinato de su padre, nació Ángela en casa de sus abuelos en la Calleja de la Guadaña. Fue inscrita en la Casa Cuna de Ciudad Rodrigo donde falleció tres meses después, devuelta enferma por las personas a quienes se había confiado para su lactancia, Brígida Cilleros (¿?), esposa de Querubín González (medio hermano de Aristóteles González, gestor de la Diputación, socialista, fusilado el día 30 de agosto de 1936 por ejecución de sentencia en consejo de guerra, por no adherirse a la rebelión militar).

De hecho esta familia residía casi más tiempo en El Batán, pues siguiendo el ejemplo de otros matrimonios jóvenes y pobres, José y Mª Antonia roturaban allí unos matorrales de los antiguos baldíos (devasos) de la tierra de Ciudad Rodrigo. En 1936 tenían una majada con una treintena de cabras y un chozo minúsculo para la pareja matrimonial y los niños Tasio y Félix, mientras que la niña Pepa se quedaba con sus abuelos y tíos maternos en el pueblo. Esa fue la razón de que José Mateos, que había estado en Francia y conocía sin duda las exigencias laborales de los antiguos emigrados ("estaban más espabilaínus") con el apoyo de los sindicatos obreros, no aceptara la propuesta del alcalde Fermín Mateos para integrarse en la Casa del Pueblo, que controlaba la bolsa del trabajo. Como su suegro y cuñados, tenía una pequeña hacienda que no le permitía beneficiarse de los escasos jornales existentes, porque quienes podían ofrecerlos (los latifundistas e industriales) preferían criados mansos y sumisos. Y, por otro lado, la afiliación suponía un riesgo evidente, porque para los Agrarios, monárquicos y nutridos por las prédicas del párroco José Mª Martín, aquello era la Casa del Diablo. El eclesiástico no le perdonaría que no bautizara al último hijo (Félix). De nada le sirvió la prudencia.

Así pues, mi madre vivió en primera línea y en su propia carne los zarpazos del odio, que repetidamente hemos descrito. La estrategia del terror se fraguó a nivel comarcal y local a continuación del fallido golpe de Estado del 18 de julio de 19936, con la anuencia de la Junta de Defensa Nacional (en Burgos) y las órdenes lapidarias del general Mola que repercutían sus secuaces en toda la VII Región Militar, que dieron su fruto macabro en la segunda decena de agosto. El día 13 de este mes Marcelino Ibero, capitán de la compañía de Carabineros y comandante de la plaza de Ciudad Rodrigo, llegó con milicianos fascistas de esta ciudad y de La Encina, para dar una lección de la caza al hombre. Detuvieron a varios vecinos, siete de los cuales aquella misma noche fueron asesinados y abandonados en la finca de Castillejo de Huebra (término de Muñoz) y cerca de Boadilla. Julián Ovejero fue tiroteado en las Eras, pero consiguió escapar, y en El Colodrero le contó a su hermana la experiencia ("he oyíu silbal las balas"). A raíz de esto Serafín Ovejero, sus hijos Juanito, Julián y Mª Antonia, el marido de ésta José Mateos y los niños Tasio y Félix trataron de esconderse en la Sierra de Villasrubias, dejando al cuidado de todas las cabras a Ángel Ovejero, que tenía fama de "bueno" incluso entre "la gente de orden". La operación resultó inviable y la huida a Portugal o a otros pueblos, muy arriesgada, así que regresaron a sus hogares, menos Juan y Julián, que se emboscaron, sin abandonar del todo el cuidado del ganado.

En fecha imprecisa el comandante Luis Goded se presentó en Robleda, exigiendo la captura de Julián ("Si no entregan al Rebulle arde Robleda", cita de la testigo Victoria Viñuela). De esta manera la autoridad militar incentivó la operación de acoso y derribo que dio al traste con la salud, la vida y la hacienda de una familia entera, tres generaciones de golpe. Las autoridades facciosas y los falangistas locales detuvieron al padre de Julián, a su hermano Ángel y a su cuñado Rafael "Churrín". El día 24 de agosto no pudieron capturarlo en El Batán, mientras cenaba con su hermana y su cuñado José Mateos García, al que apresaron y se llevaron, sin atender a los ruegos y lamentaciones de su mujer y sus hijos, abandonados a su suerte en aquel lugar inhóspito. Él fue asesinado en el término de Gata aquella misma noche en compañía de José Mateos Mateos por fascistas robledanos, en presencia de Enrique Villoria, conductor del coche requisado al médico Víctor Viñuela. La noche del último día de agosto fue asesinado Ángel Ovejero a la altura de la actual salida de carretera para El Saúgo en la mal llamada presa de Irueña. Casualmente, desde Sajeras oyeron los disparos mortales sus hermanos Jesús y Mª Antonia, quien, ya viuda y a sabiendas de que los ricachones eran los que atizaban el fuego, tuvo arrestos para ir en burro a buscar amparo de los dueños de aquella dehesa para el citado Julián. En vano. Los falangistas locales, cuando lo tuvieron a tiro de fusil, obligaron a disparar contra aquel fugitivo al carabinero Moreiro ("¿Disparamos? -¿A qué hemos venido?", testimonio tardío de Sebastián Ovejero "Guardiña"). Lo sorprendieron cuando huía, estando al cuidado de las cabras con Juanito. A este lo llevaron al pueblo, de allí a Ciudad Rodrigo, lo soltaron, volvió pueblo y de allí fue a la majada por la mañana, y el mismo día lo volvieron a detener, lo sometieron al tormento vejatorio, atado del pino de la capea con una maza de carne a la espalda (para acusarlo de ladrón de ovejas) y sin dejarle beber en todo el día, tirándole el teniente d alcalde el agua que alguien le había ofrecido, y lo llevaron al matadero de noche en el camino de Gata, en el término de Peñaparda.

La vida de Mª Antonia no había sido un camino de rosas hasta entonces, pero los años siguientes fueron un vía crucis. Ella se refugió en casa de sus padres, mayores y envejecidos por el cúmulo de desgracias y el espectáculo de los pobres nietos sin amparo. Ella mantuvo la ruina de aquel hogar que se caía a pedazos física y moralmente. Tuvieron que vender las cabras, después de una breve estancia en la finca de El Guijo. Su carne se la comieron "los moros del Ejército Nacional" que restañaban sus heridas del asalto a Madrid en el hospital de sangre de Fuenteguinaldo. Serafín no le entregó a ella dinero alguno de la venta del ganado, que en parte era suyo, ni le dio explicación de ninguna clase. Quizá se lo robaron, porque los compradores lo emborracharon, tanto que llegó a cantar en el alboroque, cosa inaudita estando todavía reciente la muerte de tres hijos y un yerno. Ella dio a luz a una hija póstuma de su marido el 30 de marzo de 1937. Le puso el nombre de su hermano más querido, Ángela. Pero a pesar de la buena disposición de los abuelos, no había posibilidades de vida en aquella mísera vivienda para esta criatura, y tuvo que resignarse a enviarla a la Casa Cuna de Ciudad Rodrigo. De la operación se encargó su tía Juliana, y Mª Antonia no volvió a saber de su destino, que fue de corto recorrido, pues falleció antes de cumplir cuatro meses. A la entrada del verano de 1938 fallecieron Juliana Ovejero y su marido, Rafael Samaniego, de enfermedad del cuerpo y del alma, abrumados por las interminables calamidades, dejando otros dos huérfanos menores, Pablo y Teodora, en el hogar de Serafín y Claudia. El muchacho a su vez siguió el camino de sus padres, enfermedad física y moral, muriendo en 1939. Más que nunca, ella cargó con el peso del cúmulo de horrores, matándose a trabajar, sin otra ayuda que la de su hijo Tasio, que en todas las salidas le servía de escudo. Siempre sintió debilidad por él, pero intuiría que podía andar en malos pasos y, por otro lado, Serafín manifestaba cierta animosidad contra él. El cuerpecito de Mª Antonia no daba para más. No sé si fue entonces o más tarde cuando, picando escoba para la cama de los animales en el corral, le saltó un troncón que la dejó prácticamente sin la visión de un ojo.

En consecuencia, después de cinco años de viudez, decidió casarse por segunda vez. Y tuvo suerte. Personas amigas de El Saúgo le propusieron la persona idónea para ayudarle a criar los hijos, a cambio de lo cual él tendría la familia que nunca había tenido (un episodio que requiere capítulo aparte). Se llamaba Juan Iglesias Muñoz, era hospiciano y también viudo, más o menos de su edad. Se casaron el 18 de agosto de 1941, y se fueron a vivir al nº 20 de la calle del Rincón, conocida después por "El Portugalillo". Allí les nació un varón a quien llamaron Ángel, que no era el 4º alumbramiento de Mª Antonia, como reza el acta de nacimiento, sino el 7º. Se trataba de mi persona, y llegaba tarde a todas aquellas batallas perdidas sin remedio, cuando ya había fallecido también la abuela Claudia (1942), pero salí adelante con algo de suerte. Mi madre había tenido un aborto antes y tuvo otro después de mi nacimiento que estuvo a punto de costarle la vida, una circunstancia que impresionó a Serafín Ovejero. Cuenta la crónica oral que ya andaría yo, y me llevó de la mano a ver a su hija, y el patético cuadro le inspiró una de esas frases que al parecer soltaba y me estaba destinada ("Comu se muera tu madri, ¡sí qui vamus a queal bien alhajáus!"). Seguramente también admiraba a Mª Antonia. El rondaría ya los 77 años, y murió poco después (otoño de 1945).

Eran los años del hambre que vinieron a coronar los estragos causados por la guerra y la victoria militar del "Glorioso Movimiento Nacional", con su corolario de represión sistemática. La familia no pudo beneficiarse de la generosa ayuda prometida por Franco a "los huérfanos de la Revolución" y a los desamparados de la guerra. Un informe muy favorable del juez Bernardino Plaza, redactado por Laureano "Roque", señalaba que Juan ganaba unas sesenta pesetas al mes y Mª Antonia daba buena educación a los hijos, pero no sirvió de nada. Era una engañifa, pura propaganda de la Dictadura. Con la muerte de Serafín, al grupo de seis personas en el hogar de Juan y Mª Antonia se añadió Teodora, la nieta huérfana y sin otro arrimo cercano que el de su tía. La familia entera se fue a vivir en "la Calleja", y hubiera podido sembrar las tierrinas del abuelo muerto, si hubiera tenido simiente, pero los riquinos no la prestaban. Juan iba de gañán para algunos de ellos o a trabajar en la carretera de Navasfrías, los demás se ocupaban como podían, de pastores, de porqueros ("con la porcá de villa"), en el carbonal, escardando o cavando por la comida, y mi hermana Pepa, cuando no me llevaban con ellos, cuidaba de mí, que no me enteraba de nada a los dos o tres años. Pero no puedo presumir de haber soportado el hambre feroz, porque me puso al abrigo de sus dentelladas el sacrificio de mis padres y mis hermanos (entre los que incluyo a mi prima).

A la gente rica y culta le parece de mal gusto este tipo de confidencias, quizá porque les estraga el apetito y presienten en ello cierta condena del lujo en que asientan su autoestima. En el fondo solamente se trata de responder al clamor de la justicia. Por eso creo necesario traer a colación una de las experiencias vividas en torno a mis diez años. Mi madre me llevó con ella para que le ayudara a terciar unos haces de leña o algo por el estilo en un burro. No alzaba del suelo mucho más que yo, y con el esfuerzo se le salió un pecho de la blusa. Me llamó la atención por su flacidez. La turbación no me impidió recordar que, según mi hermana, Mª Antonia me había amamantado hasta los dos años o poco menos, cuando ya andaba y hasta corría por mi pie. Después me he preguntado de donde sacaba el alimento que me daba en tiempos de hambruna, y aquella personita me ha parecido alta y hermosa. Aquella visión fugaz también se ha convertido para mí en una revelación de la condición femenina. No estoy muy lejos de pensar que el atractivo natural que la mujer ejerce en el hombre va acompañado de la afinidad moral y está vinculado con la percepción sagrada de la maternidad, un don inherente al "género femenino" que, por muchas vueltas que se dé a la genética, tardará en ser patrimonio del "género masculino". Y por esta razón todas las mujeres son amables, aunque en materia de afectos y convivencia, dentro del respeto debido, cada uno es libre elegir la opción que mejor le convenga.

El tiempo de esta anécdota es posterior a cambios en la situación económica familiar, que mejoró con la cría de ovejas y el cultivo "a medias" de huertos en la raya de Sahugo, con tio Facio Mateos en 1948; y después con tio Cándido García. Coincidió con la emigración de los hijos mayores a Asturias. Tasio se fue a las minas (1949), para no ir al servicio militar de Franco; la Pepa optó por el servicio doméstico en Oviedo (c.1950) y Félix, que había cargado con el cuidado de las ovejas en aquella fórmula, también probó fortuna en las minas (c.1951). La vida en el pueblo había recuperado la rutina secular de trabajar para comer y viceversa. La ilusión de Mª Antonia residía en recibir cartas y responder a los ausentes, para lo cual recurría a la viuda de otro "desaparecido" (Segundo Mateos "el Pulgo"), Rosa "la del Sastre", que escribía muy bien pero veía mal e inventaba lo que leía. Así que yo mismo tomé el relevo y, con permiso de las moscas que acudían a mí como a la miel en cuanto me sentaba a escribir, empecé a ejercitar mi caligrafía nerviosa, con garabatos desiguales en renglones ascendentes. Cumplí hasta que mis padres aceptaron la propuesta del cura para que me fuera a un seminario (1955).

El año 1955 regresaron al pueblo, sin fortuna y algo desilusionados, la Pepa y Félix. Ella se casó al año siguiente, como habían hecho la prima Teodora (1954) y Tasio (1955), y Félix, que ayudó a construir la casa nueva (porque la de la Calleja era de la prima), después cumplió el servicio militar y emigró de nuevo al País Vasco, antes de pasar a Francia y casarse también (1965). Mª Antonia y Juan se quedaron solos, con sus ovejas y su sembradura ruinosa, acogiendo en su nido pasajeramente a los que volvían con las alas rotas. Tasio regresó al pueblo (1962), con una mano manca de tres dedos y una pequeña pensión; yo mismo, falto de vocación religiosa, lo hice cuatro años más tarde (1966), antes de emprender nueva andadura en Madrid y Francia, con matrimonio incluido (1970); Félix aguantó en el extranjero, pero al fin volvió, algo enfermo en 1974. Con altibajos y distanciamiento físico, la fratría se mantuvo solidaria en los momentos críticos. En todo caso en las posibles desavenencias nunca intervinieron los padres. Y en definitiva, si hubo fracasos, fueron relativos, pues todos hemos caído de pie y, gracias a los esfuerzos en la vida laboral, en la vejez hemos disfrutado de pensiones más o menos dignas.

Mª Antonia, a pesar de sus achaques y accidentes, con una pierna escaldada y una hemiplejía que la dejó algo inútil del brazo derecho y, según decía, "la lengua algo gorda", tuvo una vejez reposada de un cuarto de siglo, gracias a los hijos que la atendieron en su casa o en el hogar de ellos mismos, al enviudar por segunda vez en 1980. Mantuvo casi hasta el final de sus días la ligereza de pies que la caracterizada, tan sutil como la de un gorrión, y la agilidad mental, solo perdida en el anuncio de su fallecimiento (1991). Tuve este presentimiento el año anterior. Hablaba sola, se desinteresaba por el entorno, se diría cansada de vivir, echaba de menos a los muertos ("ya solo quedo yo"). Así que aquel año en la pequeña familia decidimos pasar en Robleda el mes completo de agosto y visitarla todos los días, y esta vez sí tuve la impresión de que la despedida habitual ("esta vez es la última que nos vemos, hijo") iba en serio. Y así fue. Circunstancias extrañas y malentendidos informativos me impidieron verla en la agonía (cosa que no me hacía ilusión ninguna) y asistir a su entierro al que tuvimos que renunciar cuando ya habíamos emprendido el viaje.

He aprendido con mi madre más que en los libros las cosas importantes de la vida. Concretamente en el tema de la memoria histórica me sorprende que las laboriosas investigaciones de los historiadores de este siglo (porque los de antes no se habían querido enterar) confirman el certero análisis de Mª Antonia en 1973 y 1976. La represión de Robleda se conocería de manera incompleta y torcida sin sus testimonios, así como los de Laureano "Roque" y Victoria Viñuela (sobre la implicación de las autoridades exteriores).

Y en su sentido de la dignidad no tiene parangón. Nadie doblegó su voluntad. No cayó en la trampa de aceptar la culpabilización de las víctimas (y en concreto la de su hermano Julián), sabiendo que sus muertes obedecían a la maldad de los responsables y ejecutores a quienes no tuvo necesidad de perdonar porque nunca le pidieron perdón. No tuvo que agradecer, sino a contadas personas, la ayuda o la empatía con ella en los momentos más crudos.

A ella le debo el concepto de un axioma que me gustaría haber practicado en la vida: "Haz las cosas de tal manera que si pierdes la estima te quede la autoestima".

Referencias

Ángel Iglesias Ovejero:

- "Archivos vivientes: las víctimas del terror militar de 1936 a 1939 en El Rebollar y pueblos aledaños salmantinos". En: Cahiers du P.R.O.H.E.M.I.O., 9, 2008, 101-201.

- "Memorias del terror: Transcripción literal de testimonios de Robleda (R 1973, R 1976) y El Payo (EP 1973)". En: Cahiers du P.R.O.H.E.M.I.O., 10, 2008, 473-549.

- La represión franquista en el sudoeste de Salamanca (1936-1948), Serie Mayor 5, Centro de Estudios Mirobrigenses, Ciudad Rodrigo, 2016, 670 pp.