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El cisne
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El cisne

Actualizado 28/02/2020
Mercedes Sánchez

Cada día, paso a ver el cisne.

Es un ave que atrae poderosamente mi atención.

Siempre está allí, con su mirada altiva, divisando todo su territorio acuático lleno de brillos del sol. Permanentemente allí, con su blancura, con sus plumas de seda, paseando por los caminos imprevistos que dibujan en el agua los pedaleos de sus patas.

Mi mirada sigue sus pasos desatentos, su cuello erguido, su porte egregio. Disfruto su imagen, sus recorridos, sus desplazamientos, espero a ver de frente la letra ese que dibuja su cuerpo.

Me alejo de allí pensando en su magia, en su fuerte atractivo, en su andar pausado sobre la superficie del agua.

Regreso al día siguiente. Le espero, allí, en el mismo lugar. Preparo la cámara para cuando aparezca. He decidido no moverme del sitio, no hacer ningún gesto, nada que le distraiga. Por fin viene hacia mí. Y comienza a meter su cabeza y la mitad de su cuerpo bajo el agua, buscando alimento. Hace esto una y otra vez, mostrando su mitad menos noble sobre la superficie. Se convierte de repente en un triángulo. No puedo por menos que esbozar una sonrisa. Es capaz de sumergirse parcialmente tantas veces como yo intento presionar el botón. Tiene toda la razón, no quiere visitas durante su almuerzo.

Vuelvo otro día. Apoyo mis manos en la barandilla que contornea el estanque, siento el calor que desprende. Nada altera esas aguas, reflejos solares lo llenan de vida. De pronto lo veo pasar bajo el puente con su pico naranja y la mirada distraída. Pienso en su hermosura, en su porte, en su contraste, en su inmaterialidad, hecho de espuma blanca, bordado de nubes.

Quiero captar su belleza, hacerla eterna, inmortalizar "su alma que nunca muere", como dijera Pitágoras, seguro que tan cautivado como yo por su presencia, hace tantos siglos. Y el cisne, fugitivo, fugaz, inicia un viaje delirante, siempre en cualquier giro pero nunca como quiero captarlo, majestuoso, en su sinuoso diseño.

Parece que huye de la cámara, tan ávido de naturaleza, sin escapar de lo humano pero alejándose del control de un latido, de una pulsación, de un clic.

Camino resignada con mis fotos, pensando que hay más días, que nada se resiste al empeño. Contenta de esos minutos regalados. Esa experiencia cósmica de llenarse de belleza.

Un día gris me regala su imagen difusa sobre un agua mortecina. Pienso en la importancia de la luz, que lo cambia todo, que lo ensalza o lo vuelve más tenue, que si desaparece quita los brillos a las cosas. Y en las pequeñas gotas que, caídas del cielo, amontonan círculos concéntricos sobre la superficie. En lo importante que es la espera.

Estoy contenta. Por fin, un día, puedo lograr esa imagen tan buscada.

El tiempo va pasando. Mis pasos siguen llevándome hasta él. He aprendido cómo limpia su plumaje con su pico. Cómo se arrima a las rocas que forman el borde. Cómo se vuelca en el agua para lograr su comida. Cómo despliega con soltura sus alas. La forma tan increíblemente plástica de mover arriba y abajo su cuello, que parece no poseer articulaciones. Se dijera no ser de este mundo terrenal.

Su prestancia, su delicada arrogancia, su enorme belleza, su majestuosidad, me hacen pensar que nada hay como el instante vivido, nada como la intensidad que recogen los ojos que disfruto enviando mensajes en directo a mi mente inmaterial por todo lo que el cisne emociona en mí.

A mi queridísima madre, que me enseñó de niña a verlo todo con los ojos del alma.

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