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Tiempo de tambores
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Tiempo de tambores

Actualizado 30/03/2018
Rodrigo Marcos

Tiempo de tambores | Imagen 1

Es tiempo de tambores y de ruidos secos, de crujidos de matraca que despiertan a medianoche y anuncian la cercanía de los cirios y el olor a incienso, la marcha de los cuerpos cubiertos por sombreros picudos, por mantos enormes, el susurro de los pies, ay los pies, descalzos y arrastrados, agujereados, encadenados a veces, ese misterio de los pies y su contacto con el barro y con el polvo del que estamos hechos.

Es tiempo de estos desfiles tremendos que alguna vez me dieron tanto miedo por causa de la sangre en las estatuas que miran desde arriba, mientras son llevadas, a herida lenta, por los penitentes.

También a mi país llegaron las procesiones de la Semana Santa y recuerdo bien aquella ocasión en la que mi padre me alzó en brazos para que yo, que en aquel tiempo tenía cinco años y un cuerpecito fácilmente aplastable por la multitud, pudiera respirar mientras caminábamos muchedumbre arriba con el fin de evitar el ruido y de ponernos a salvo. De repente, unos ojos se salieron por los agujeros del cono que tapaba una cara, me miraron, y yo no tuve más remedio que ponerme a llorar. Resultaba aterrador que debajo de aquellas ropas hubiera personas con ojos que miraban suplicando qué cosa, pidiendo qué cosa, pensando qué cosa, sintiendo qué, cargando cuáles lastres en su vida y con todo ese peso sobre los hombros.

En adelante, mientras crecí e hice mi vida, no volví a las procesiones pues me sobrecogían esos ruidos, esas cadenas, esos cuerpos enmascarados. Pero aunque en mi país es fácil ignorarlas, en Salamanca te cierran el paso por todas partes y no te queda más remedio que enfrentarlas hasta ser, incluso, capaz de apreciar su belleza una vez que te plantas y les dices, susurrando para ti misma mientras redoblan los tambores, les dices ya no me asustas más.

Con este antecedente de temores a cuestas, el lunes pasado volví a sentir el estremecimiento de ser vista por unos ojos que me miraron. Sostuve la mirada, porque quería entender qué significa, de-verdad-qué-significa, todo esto, y vi que eran ojos de chica los que se adensaban detrás de un capirote azul marino, una chica de ojos subrayados arrastrando sus cadenas a ritmo de tambor. Y llevo días tratando de entender. Esa imagen. Tenía pintadas las uñas de los pies y sucísimas las plantas tras haber caminado descalza por toda la ciudad con un cristo a cuestas, ese privilegio de las uñas que sonríen por encima de todo. Tenía los pies encadenados, tobillo con tobillo, las cadenas eran gordas y pesadas y difíciles de arrastrar y, al caminar ella, sonaban en su roce con la piedra, sacaban chispas en su roce con la piedra y más que nunca quise comprender. Ese misterio sagrado, por prosaico, de las uñas pintadas en los pies subyugados, un guiño de vida entre el metal y la tela, esa lanza de color que fractura la dureza del hielo.

(Intentar comprender: tejer un sentido posible para las matracas y las estatuas dolientes, integrar dicho sentido probable en el cauce de las cosas, integrarse, integrarme).

Algo pasa en el primer plenilunio que sigue al equinoccio de primavera, cuando todo florece. El domingo después de esa luna llena se llama de resurrección o Pascua Florida e inaugura el tiempo de los huevos de colores, los huevos que contienen lo que está a punto de nacer. Las matracas, las cadenas, los sombreros picudos, los tambores y el humo rugen como un parto y es por eso que se duelen los rostros de las tallas. Sangran porque están rompiéndose, como las yemas en los árboles. Los tambores redoblan en sonido el del temblor de un polluelo cuando rasga la cáscara que lo alberga. Los tambores anuncian el grito de un hombre que muere de angustia clavado en el dolor de su pérdida, ese grito que mira hacia el cielo y en el cielo encuentra una luna que engorda. Ese grito que, entonces, entiende que, tres días más tarde, todo florecerá.

He visto los ojos que miran sin rostro desde el hueco de una máscara y eran los ojos pintados de una mujer Perséfone. Entonces he entendido sus cadenas y he respetado su rito. Sus ojos me han sonreído, en los pies empezaban a nacerle las flores. Ella sabe que, con la llegada de la luna llena, sus cadenas habrán de convertirse en guirnaldas. Cosas del sol y de la luna y de un hijo clavado que grita para que nos acordemos de vivir. Perséfone es libre siempre al tercer día, pasados los tres meses del invierno, cuando hay fertilidad hasta en la sombra y también en el pico de los truenos.

Salamanca, 30 de marzo de 2018

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