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El Obispado celebra el día de los Difuntos con una reflexión de Pablo VI sobre la muerte
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El Papa que invitó a no estar ciegos ante este "destino indefectible"

El Obispado celebra el día de los Difuntos con una reflexión de Pablo VI sobre la muerte

Actualizado 02/11/2014
Redacción

Este lunes celebra un acto religioso en recuerdo de los obispos, sacerdotes, religiosos y laicos fallecidos / En la imagen, Cruz en La Alberca, tomada este sábado Día de Todos los Santos por Manuel Lamas, colaborador de SALAMANCArtv AL DÍA

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Meditación de Pablo VI ante la muerte: "La muerte es un progreso en la comunión de los Santos"

Se impone esta consideración obvia sobre la caducidad de la vida temporal y sobre el acercamiento inevitable y cada vez más próximo de su fin. No es sabia la ceguera ante este destino indefectible. Ante la desastrosa ruina que comporta, ante la misteriosa metamorfosis que está para realizarse en mi ser, ante lo que se avecina.

Veo que la consideración predominante se hace sumamente personal: yo, ¿quién soy?, ¿qué queda de mí?, ¿adónde voy?, y por eso sumamente moral: ¿qué debo hacer?, ¿cuáles son mis responsabilidades?: y veo también que respecto a la vida presente es vano tener esperanzas; respecto a ella se tienen deberes y expectativas funcionales y momentáneas; las esperanzas son para el más allá. Y veo que esta consideración suprema no puede desarrollarse en un monólogo subjetivo, en el acostumbrado drama humano que, al aumentar la luz, hace crecer la oscuridad del destino humano; debe desarrollarse en diálogo con la Realidad divina, de donde vengo y adonde ciertamente voy: conforme a la lámpara que Cristo nos pone en la mano para el gran paso. Creo, Señor.

Llega la hora. Desde hace algún tiempo tengo el presentimiento de ello. Más aún que el agotamiento físico, pronto a ceder en cualquier momento, el drama de mis responsabilidades parece sugerir como solución providencial mi éxodo de este mundo, a fin de que la Providencia pueda manifestarse y llevar a la Iglesia a mejores destinos. Sí, la Providencia tiene muchos modos de intervenir en el juego formidable de las circunstancias, que cercan mi pequeñez; pero el de mi llamada a la otra vida parece obvio, para que me sustituya otro más fuerte y no vinculado a las presentes dificultades.

Ciertamente, me gustaría, al acabar, encontrarme en la luz. De ordinario el fin de la vida temporal, si no está oscurecido por la enfermedad, tiene una peculiar claridad oscura: la de los recuerdos tan bellos, tan atrayentes, tan nostálgicos y tan claros ahora ya para denunciar su pasado irrecuperable y para burlarse de su llamada desesperada. Allí está la luz que descubre la desilusión de una vida fundada sobre bienes efímeros y sobre esperanzas falaces. Allí está la luz de los oscuros y ahora ya ineficaces remordimientos. Allí está la luz de la sabiduría que por fin vislumbra la vanidad de las cosas y el valor de las virtudes que debían caracterizar el curso de la vida: «vanidad de vanidades». En cuanto a mí, querría tener finalmente una noción compendiosa y sabia del mundo y de la vida: pienso que esta noción debería expresarse en reconocimiento: todo era don, todo era gracia: y qué hermoso era el panorama a través del cual ha pasado; demasiado bello, tanto que nos hemos dejado atraer y encantar, mientras debía aparecer como signo e invitación. Pero, de todos modos, parece que la despedida deba expresarse en un acto grande y sencillo de reconocimiento, más aún de gratitud: esta vida mortal es, a pesar de sus vicisitudes y sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con gozo y con gloria: ¡la vida, la vida del hombre! Ni menos digno de exaltación y de estupor feliz es el cuadro que circunda la vida del hombre: este mundo inmenso, misterioso, magnífico, este universo de tantas fuerzas, de tantas leyes, de tantas bellezas, de tantas profundidades. Es un panorama encantador. Parece prodigalidad sin medida. Asalta, en esta mirada como retrospectiva, el dolor de no haber admirado bastante este cuadro, de no haber observado cuanto merecían las maravillas de la naturaleza, las riquezas sorprendentes del macrocosmos y del microcosmos.

Por qué no he estudiado bastante, explorado, admirado la morada en la que se desarrolla la vida? ¡Qué distracción imperdonable, qué superficialidad reprobable! Sin embargo, al menos in extremis, se debe reconocer que ese mundo «que fue hecho por medio de Él», es estupendo. Te saludo y te celebro en el último instante, sí, con inmensa admiración; y, como decía, con gratitud: todo es don: detrás de la vida, detrás de la naturaleza, del universo, está la Sabiduría; y después, lo diré en esta despedida luminosa (Tú nos lo has revelado, Cristo Señor) ¡está el Amor! (?).

Pero ahora, en este ocaso revelador, otro pensamiento, más allá de la última luz vespertina, presagio de la aurora eterna, ocupa mi espíritu: y es el ansia de aprovechar la hora undécima, la prisa de hacer algo importante antes de que sea demasiado tarde. ¿Cómo reparar las acciones mal hechas, cómo recuperar el tiempo perdido, cómo aferrar en esta última posibilidad de opción «la única cosa necesaria»? A la gratitud sucede el arrepentimiento. Al grito de gloria hacia Dios Creador y Padre sucede el grito que invoca misericordia y perdón (?).

Aquí aflora a la memoria la pobre historia de mi vida, entretejida, por un lado con la urdimbre de singulares e inmerecidos beneficios, provenientes de una bondad inefable (es la que espero podré ver un día y «cantar eternamente»); y, por otro, cruzada por una trama de míseras acciones, que sería preferible no recordar, son tan defectuosas, imperfectas, equivocadas, tontas, ridículas. «Dios mío, tú conoces mi ignorancia» (Sal 68, 6). Pobre vida débil, enclenque, mezquina, tan necesitada de paciencia, de reparación, de infinita misericordia. Siempre me parece suprema la síntesis de San Agustín: miseria y misericordia. Miseria mía, misericordia de Dios. Que al menos pueda honrar a Quien Tú eres, el Dios de infinita bondad, invocando, aceptando, celebrando tu dulcísima misericordia. Y luego, finalmente, un acto de buena voluntad: no mirar más hacia atrás, sino cumplir con gusto, sencillamente, humildemente, con fortaleza, como voluntad tuya, el deber que deriva de las circunstancias en que me encuentro.

Hacer pronto. Hacer todo. Hacer bien. Hacer gozosamente: lo que ahora Tú quieres de mí, aun cuando supere inmensamente mis fuerzas y me exija la vida. Finalmente, en esta última hora. Inclino la cabeza y levanto el espíritu. Me humillo a mí mismo y te exalto a ti, Dios, «cuya naturaleza es bondad» (San León). Deja que en esta última vigilia te rinda homenaje, Dios vivo y verdadero, que mañana serás mi juez, y que te dé la alabanza que más deseas, el nombre que prefieres: eres Padre.

Después yo pienso aquí ante la muerte, maestra de la filosofía de la vida, que el acontecimiento más grande entre todos para mí fue, como lo es para cuantos tienen igual suerte, el encuentro con Cristo, la Vida. Ahora habría que volver a meditar todo con la claridad reveladora que la lámpara de la muerte da a este encuentro. «En efecto, de nada nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados». Este es el descubrimiento del pregón pascual, y este es el criterio de valoración de cada cosa que mira a la existencia humana y a su verdadero y único destino, que sólo se determina en relación a Cristo (?).

Y después, todavía me pregunto: ¿por qué me has llamado, por qué me has elegido?, ¿tan inepto, tan reacio, tan pobre de mente y de corazón? Lo sé: «Eligió Dios la necedad del mundo... para que nadie pueda gloriarse ante Dios» (1 Cor 1, 27-28). Mi elección indica dos cosas: mi pequeñez; tu libertad misericordiosa y potente, que no se ha detenido ni ante mis infidelidades, mi miseria, mi capacidad de traicionarte (?). Y heme aquí a tu servicio, heme aquí en tu amor. Heme aquí en un estado de sublimación que no me permite volver a caer en mi sicología instintiva de pobre hombre, sino para recordarme la realidad de mi ser, y para reaccionar en la más ilimitada confianza con la respuesta que debo: «Así sea, así sea. Tú sabes que te amo». Sobreviene un estado de tensión y fija mi voluntad de servicio por amor en un acto permanente de absoluta fidelidad: «amó hasta el fin». «No permitas que me separe de Ti». El ocaso de la vida presente, que había soñado reposado y sereno, debe ser, en cambio, un esfuerzo creciente de vela, de dedicación, de espera. Es difícil; pero la muerte sella así la meta de la peregrinación terrena y ayuda para el gran encuentro con Cristo en la vida eterna. Recojo las últimas fuerzas y no me aparto del don total cumplido, pensando en tu « todo está acabado».

Recuerdo el anuncio que el Señor hizo a Pedro sobre la muerte del Apóstol: «En verdad, en verdad te digo: cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras. Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Después añadió: Sígueme» (Jn 21, 18-19). Te sigo; y advierto que yo no puedo salir ocultamente de la escena de este mundo; tantos hilos me unen a la familia humana, tantos a la comunidad que es la Iglesia. Estos hilos se romperán por sí mismos; pero yo no puedo olvidar que exigen de mí un deber supremo: «muerte piadosa». Tendré ante el espíritu la memoria de cómo Jesús se despidió de la escena temporal de este mundo. Recordaré cómo El hizo previsión continua y anuncio frecuente de su pasión, cómo midió el tiempo en espera de «su hora», cómo la conciencia de los destinos escatológicos llenó su espíritu y su enseñanza y cómo habló a los discípulos en los discursos de la última Cena sobre su muerte inminente; y finalmente cómo quiso que su muerte fuese perennemente conmemorada mediante la institución del sacrificio eucarístico: «Anunciaréis la muerte del Señor hasta que El venga».

Un aspecto principal sobre todos los otros: «se entregó a sí mismo por mí»; su muerte fue sacrificio; murió por los otros, murió por nosotros. La soledad de la muerte estuvo llena de nuestra presencia, estuvo penetrada de amor: «amó a la Iglesia». Su muerte fue revelación de su amor por los suyos: «amó hasta el fin». Y al término de la vida temporal dio ejemplo impresionante del amor humilde e ilimitado (cf. el lavatorio de los pies) y de su amor hizo término de comparación y precepto final. Su muerte fue testamento de amor. Es preciso recordarlo.

Por tanto ruego al Señor que me dé la gracia de hacer de mi muerte próxima don de amor para la Iglesia. Puedo decir que siempre la he amado; fue su amor quien me sacó de mi mezquino y selvático egoísmo y me encaminó a su servicio; y para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese (?). Querría abrazarla, saludarla, amarla, en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla. También porque no la dejo, no salgo de ella, sino que me uno y me confundo más y mejor con ella: la muerte es un progreso en la comunión de los Santos (?).

ACTO RELIGIOSO EN RECUERDO A LOS RELIGIOSOS FALLECIDOS

Este lunes día 3 de noviembre, a las 19.00 horas en la Catedral Vieja se celebra una Misa funeral por el eterno descanso de los obispos, sacerdotes, religiosos y laicos difuntos de la Iglesia salmantina. Al igual que el año pasado se recordará y nombrará por su nombre a todos los que hayan fallecido desde el 3 de noviembre de 2013. Para ello el vicario general de la Diócesis y canónigo de la S.I.B. Catedral de Salamanca, Florentino Gutiérrez (Vicario) a través de una carta ha solicitado la colaboración de toda la comunidad diocesana para conocer el nombre de los sacerdotes, religiosos y laicos (especialmente los que pertenecían a comisiones diocesanas) que han fallecido a lo largo del año. Información que pueden enviar a la Casa de la Iglesia o indicarlo en el teléfono: 923 12 89 00

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