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Temporada de otoño
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Temporada de otoño

Actualizado 20/11/2016
Raúl Vacas

Tenía una extraña costumbre: todas las tardes de otoño, antes de que el sol cayese como el yoyó de un niño, paseaba por la calles céntricas y recorría una a una las tiendas de rebajas.

Le gustaban, sobre todo, las boutiques de jovencitas, las corseterías viejas, las nuevas galerías. Allí se entretenía mirando los cuerpos uniformados de las dependientas, los ojos desgranados de las adolescentes rastreando el vestido perfecto y las miradas esquivas de las niñas más gorditas hartas de rebuscar la prenda de su talla y envidiando de lejos (y de cerca) a las delgadas.

[Img #485062]Era entonces cuando el hombre de los probadores imaginaba ser el príncipe mudo de todas las cenicientas quinceañeras que olvidan en sus prendas el perfume anaranjado de su piel.

El hombre de los probadores no hacía otra cosa, cada otoño, que merodear como un león en la sección de lencería de las tiendas, comprobar la textura de las bragas, el ancho de la gomas y las cazuelas de los sujetadores, las tallas de los tangas, las transparencias de las minifaldas, el tacto ?como de medusa? de los saltos de cama. Nada escapaba a sus sentidos. Todo lo tocaba, lo miraba, lo mordía, lo chupaba con la esperanza de reconocer en el tacto, el sabor o el olor a la que todas las noches le visitaba en sueños. Pero nunca halló nada.

Cuando alguna dependienta sospechaba de él (muchas pensaban que podría ser el padre de alguna de las jovencitas) se escondía en los probadores. Y allí era feliz. Allí escuchaba sin pudor alguno las conversaciones de las muchachas desnudas mientras se ceñían un pantalón tejano, o elegían un bikini de estampados o encajaban sus pechos en un wonderbra. Y allí, lejos del frío y de la lluvia, desordenaba sus deseos mientras los otros hombres, los de afuera, paseaban por las calles pares o compraban fruta.

¡Ay si nuestro hombre viera alguna vez cómo los espejos de los probadores devoran las caderas de sus víctimas! Cómo les roban sus lunares, sus heridas, las caricias aún recientes de sus novios. Si pudiera vivir eternamente el instante en que imaginaba los cuerpos empapados de colonia; el día en que por fin, perdido el miedo, corriera aquel telón y sorprendiera allí a una joven sonrojada con la falda en el suelo. Si pudiera contarle todos los secretos que calla cada noche, darle un beso de su talla, acompañarla por el resto de su vida a las boutiques de moda y esperarla impaciente, como siempre, imaginando mil historias de muchachas detrás de un probador.

Raúl Vacas

Artículo publicado en el libro AL FONDO A LA DERECHA, Caja Duero, Salamanca

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