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Sobre la muerte
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Sobre la muerte

Actualizado 27/10/2021
Juan Antonio Mateos Pérez

El sueño de mi muerte en esta noche: hasta entonces yo era el héroe del libro; tras mi muerte ya solo soy su lector. PETER HANDKE La muerte es lo más propio de la condición humana; constituye la evidencia física, empírica, brutalmente irrefutable, de es

Cerca están las solemnidades de los Santos y los Difuntos, un tiempo para recordar a nuestros muertos en una trilogía a la que añadimos el amor y la vida. Queremos hacer una mirada más allá de lo cotidiano, a lo último o lo penúltimo (Karl Rahner), recordando a los seres queridos que se han marchado de nuestro lado y con la esperanza, desde el corazón, que están en el seno de Dios. Desde la fe, no sin sufrimiento por su marcha, no vivimos en un suspenso existencial, sino en un presente que es futuro preñado de sentido y de vida.

En las conversaciones cotidianas de amigos y conocidos se habla muy poco de Dios, de espiritualidad y sobre todo de la muerte. No solo no hablamos de la muerte, incluso la alejamos de nuestro lado, eludiendo todo pensar y toda referencia a la misma, escondiéndola en el silencio o en los hospitales. Las estancias mortuorias hacen que las casas de los vivos permanecen cerradas a los muertos. Hoy los cementerios se sitúan fuera de las ciudades, en otro tiempo estaban ubicados alrededor de la Iglesia, de la parroquia. Cuando los vivos se reunían a celebrar la eucaristía en comunidad, estaban siempre en contacto con los muertos.

Hubo un tiempo en la que se vivía más intensamente con los muertos y con la realidad de la muerte. Hoy esta realidad, es posiblemente el tema tabú de nuestro tiempo. La muerte provoca angustia y fracaso, tarde o temprano toda persona está destinada a enfrentarse al impacto del final de la vida. Pero la vida cotidiana se manifiesta siempre entretejida con la muerte de muchas maneras: en la enfermedad, en el sufrimiento, en el abandono, en el envejecimiento, en la soledad, en la separación, ahora más con la experiencia del virus y las muertes de nuestro alrededor. La muerte de un familiar, de un padre o de una madre o un hijo, lo trastoca todo, dejándonos al borde del abismo de nuestra propia muerte, arrojados a la angustia de ese desenlace fatal y del misterio que lo rodea. Solo en la muerte se hace definitiva la totalidad de la vida.

En otros momentos del pasado, también se llegó a banalizar la muerte, Franz Rosenzweig, uno de los avisadores de la historia, en su excelente libro La estrella de la redención, advierte que no es bueno ocultar la muerte. Es una realidad ontológica y no podemos sacar nuestro modo de ser de los pliegues de la realidad y esconderlo en un silencio aliviador. Una cultura que coquetea así con la muerte, deja de tener sentido, se desvaloriza y se banaliza. Nos preguntamos ¿y quién detiene el dejar morir? ¿O la justificación de la muerte?, como pasó en la Segunda Guerra mundial, el crimen político. Una vez reducida la muerte individual a nada, el crimen, aunque sea de masas, es una nada, una nadería. Rosenzweig, reivindica la dignidad de la muerte para afirmar el valor absoluto de la vida.

El vacío de la muerte puede ser trasformado en un acto humano continuado, incorporado al proceso de vivir. Así, la pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre el sentido de la vida, la vida del ser humano tendrá sentido en la medida que lo tenga la muerte y viceversa. El ser humano puede humanizar todo lo que vive y experimenta, ya que la sabiduría del vivir estriba en vivir hasta morir, entregando la vida.

Hablar de la muerte es de alguna forma humanizarla, ya que la muerte es algo propio de nosotros mismos, forma parte inevitable de nuestra existencia. Como nos recordaba Laín Entralgo, la muerte es un trance de nuestra existencia a cuya atención debe atenerse la vida del ser humano para ser radical y auténtica. Morir y vivir son dos experiencias humanas, diversas y convergentes que concitan más experiencias e invitan a pensar en ese misterio que somos: como el nacer, en la alegría de vivir o en esa insoportable levedad de ser que nos sitúa ante ese vacío de no ser, de no existir. Se vive más acertadamente cuando se ha fijado una cita con la muerte, con lo que la proximidad de la misma, confiere profundidad a la vida. Posiblemente es solo por medio de la muerte cuando adquirimos el sentido de que la vida no es algo obvio, sino que es un don.

Es importante recordar la muerte, no para abatirnos sino para embellecer la vida y vivir cada momento con mayor conciencia y lucidez. La muerte no es el último acto de la existencia, la vida siempre es más fuerte que la muerte. En la historia de la humanidad encontramos muchas imágenes de esperanza que contribuyen al hecho de que el hombre no se ha resignado al fin último, hay algo en su interior que se opone radicalmente a aceptar la muerte. Si la muerte fuera esa realidad última, todo lo hermoso de la vida carecería de sentido y todos nuestros proyectos estarían bajo el fracaso y la nada.

El ser humano es un ser incondicional, siempre anda buscando sentido a su existencia, donde ni siquiera la muerte para él carece de sentido. Nos recordaba A. Camus, que la existencia de la muerte, nos obliga a transformar nuestra vida a modo de darle un sentido que la muerte no puede arrebatarle. Hay en el hombre un impulso de infinito hacia la libertad y la vida, hacia lo imperecedero e infinito, es consciente del límite de la muerte, pero su propia naturaleza le impulsa a transcenderla. El amor que desarrolla en su corazón hacia sus seres queridos, hacia su prójimo, hacia la humanidad y el mundo es un grito dirigido al infinito.

Ese grito puede hallar respuesta en la esperanza cristiana, una esperanza que se fundamente en la resurrección de Jesús. Dios habla en el sinsentido más profundo de la cruz. La resurrección vino a mostrar que Jesús tenía razón, que Dios estaba de su parte. El amor misericordioso de Dios se va desvelando en el acontecer histórico, así como en la vida de cada persona, siempre como un destello silencioso donde aproximarnos, pero sin poder tocar del todo el final. Lo inefable y misterioso no es lo que no comprendemos, sino lo que nunca llegaremos a comprender del todo, para ello necesitamos tiempo para caminar en esa realidad que nos supera.

El sonido del silencio de la muerte, no sólo habla del dolor y del sinsentido, también habla de lo profundo del misterio, esa realidad amorosa e indecible que llamamos Dios. Un Dios solidario con el dolor y la muerte desde su "locura de amor". Un Dios que comparte el destino del hombre y que lo eleva a su divinidad. La muerte es la puerta que nos abre a esa realidad indecible, a ese lugar que no hay lágrimas ni dolor, donde todas las piezas encajan y donde cobra sentido verdadero toda nuestra existencia. Los amigos de Jesús lo llamaban resurrección, reconociendo en su perplejidad que Dios era la primera causa de la vida y de la muerte.

La resurrección de Jesús, va más allá de la historia, forma parte de la realidad de Dios. Es preciso vivir el silencio que lo calla todo, como decían nuestros queridos místicos: el misterio es una realidad que solo puede ser palpada en la noche oscura del alma, por la ausencia, que es a la vez presencia. El espacio del misterio se abre con más intensidad en el corazón del hombre cuanto más se consumen sus fuerzas vitales externas. Es en ese momento cuando puede desplegar un mayor anhelo de infinito, sobre todo, en aquello que ha vivido, creado, amado y padecido, valores que irradian en el mundo bondad, comprensión, benevolencia, justicia y misericordia.

En la esfera de la interioridad, en el hombre interior, es donde se consume toda la realidad del mundo, en el lenguaje teológico, el hombre es ese ser capaz de morir en Dios. Es en la muerte donde nos desposeemos de lo caduco y tiene lugar la interiorización total de la existencia, completando su realidad más profunda, desvelando el misterio y alcanzando lo Absoluto. Solo podemos unirnos a nuestros difuntos cuando hemos recorrido el mismo camino y hemos realizado la misma elección que ellos, morir allí donde estábamos excesivamente vivos, y nacer allí donde aún estamos muertos.

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