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Lucha de clases
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Lucha de clases

Actualizado 04/09/2021
Ángel González Quesada

"Siempre he defendido que la universidad pública debe ser gratuita, porque si no ¿qué es? ¿un lujo?". MANUEL CASTELLS, ministro de Universidades.

Con motivo de la presentación por el ministro Manuel Castells de un anteproyecto de nueva Ley de Universidades, ha emergido con notable ferocidad mediática y política un concepto que, aunque consustancial en las relaciones sociales, a veces irrumpe violentamente para dejar en evidencia los finísimos hilos del hipócrita decorado que apenas oculta el origen de la crónica desigualdad social y que alimenta demasiadas formas del desprecio: el clasismo.

La reacción de algunos rectores, catedráticos, departamentos y organismos docentes de todo tipo a las propuestas de la nueva Ley de Universidades, han reflejado en su mayor parte un clasismo vergonzoso, una defensa inaceptable de la excelencia artificial y un afán reaccionario de obstaculización del cambio, sobre todo cuando su protesta se está dirigiendo especialmente a la perpetuación de las desigualdades, aberraciones, desequilibrios y manipulaciones que hoy muestra descarnadamente la universidad española en cuanto a demasiadas cuestiones.

El marxismo, y otras corrientes de pensamiento, advirtieron hace tiempo de los peligros del clasismo y su pretensión de establecer una división "natural" de los individuos según su posición económica o laboral, y plantearon contra él uno de los principales frentes en la pelea por la igualdad y la justicia social: la lucha de clases. Desde el pensamiento progresista, la lucha de clases consiste en batallar para lograr anular las diferencias entre individuos debidas a su posición económica, sus facilidades de acceso, los privilegios llamados "de clase", sus influencias o el grado de conocimientos y nivel cultural. Esa lucha es, claro, el diablo del clasismo, porque éste pretende asentar y remachar, y aun legar por herencia o pura endogamia, unos derechos artificiales, pero muy efectivos, otorgados por la pertenencia a círculos de todo tipo creados en interés de esa misma pertenencia o por circunstancias que tienen que ver con la propiedad, el dominio, la posesión, la hacienda, los bienes o la renta.

Bajo la excusa de que la nueva ley atacará la "autonomía universitaria", muchos birretes, puñetas y togas rechazan con gesto adusto y dedo admonitorio avances y progresos que propone la nueva ley como la apertura de posibilidades de acceso al cargo de Rector, la disminución del escandaloso porcentaje de empleos precarios en la universidad, el reconocimiento de la dignidad de todos y cada uno de los docentes universitarios y su continuada evaluación e inspección que evite el adocenamiento y la negligencia profesoral.

Refractario siempre a mezclarse con el pueblo llano, el clasismo de la universidad pone el grito en el cielo bajo los viejos cortinones de las antiguas aulas, y los no menos medievales rectores, queriendo extraer razón de lo vetusto, maldicen el pretendido aumento del porcentaje de ingresos destinado a la investigación que propone la nueva ley o atacan la intrusión que, dicen, supone la corrección del funcionamiento exageradamente endogámico de departamentos, abominan del control de las tasas y precios universitarios que se pretende, o rechazan la igualdad de sexos que también busca el anteproyecto presentado por el ministro, al tiempo que maldicen y anatematizan las exigencias que, dirá la nueva Ley, deben reunir las universidades privadas para dejar de ser clubes de compraventa de títulos y dignidades académicas.

El clasismo, sobre todo en ciertas sociedades, se nota cada día, se respira en despachos, oficinas, ventanillas, terrazas o paseos. Está presente en el trabajo, en el ocio, en los contratos, en los acuerdos y, sobre todo, en los desacuerdos. El clasismo es un cáncer incurable. El error de muchos "liberales" consiste en creer que la lucha de clases ya ha terminado, que ya solo hay individuos guiados por la gran mano anónima y protectora del mercado. Craso error, y las virulentas reacciones al anteproyecto gubernamental así lo evidencian.

La lucha de clases, pues, sigue existiendo. Ser fiel al marxismo, que la enunció ?serlo incluso contra Marx o, incluso más, contra quienes quisieran enterrarlo- consiste más bien en pensar que la lucha de clases no tendrá fin: que de lo que se trata no es de suprimirla sino de organizarla, de regularla y de utilizarla. Para eso sirven el Estado, los sindicatos y los partidos. Sin esa lucha no habrá progreso, ni igualdad, ni justicia. Para eso servirá, también, la nueva Ley de Universidades.

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