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En el nombre del padre 
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En el nombre del padre 

Actualizado 29/10/2020
Valentín Martín

En el nombre del padre  | Imagen 1A comienzos de los años 90, Jim Sheridan rodó una película sobre los Cuatro de Guildford y los Siete de Maguire. El escritor y director irlandés se centra sobre todo en un padre y un hijo que comparten celda mientras esperan el juicio. Ninguno de los dos es culpable, pero tienen algo en contra: que está prohibida la inocencia.

No es exactamente el caso de Sheridan, pero resulta estruendoso el conocimiento que los anarquistas irlandeses tienen de nuestro país. Y de aquellos juicios en los que miles de inocentes acabaron sus vidas. No estoy hablando del golpe de Estado, sino de después. De cuando España era sólo victoriosa y luego diferente y Massiel ya había ganado el festival de Eurovisión y la euforia de los periódicos sustituyó su nombre de la Tanqueta de Leganitos por el de Agustina de Aragón.

He dudado en acudir a la foto donde en 1975 un inocente extremeño de 21 años es condenado a muerte en un juicio para el que su abogada de oficio dispuso solamente de dos horas en la preparación de su defensa, o el del abuelo de mi hijo, condenado a muerte a los 17 años, como miles de vencidos. Tanto el muchacho extremeño como el abuelo de mi hijo tuvieron en contra también lo mismo que el ladrón de poca monta Gerry Conlon: en nuestro país también estaba prohibida la inocencia.

Me temo que elija el caso que elija, no podré evitar el rechinar de dientes de buena parte de la sociedad pajarera a la que nunca pertenecí, pero que inevitablemente me rozó en los años pollos y universitarios del bailecito de Los Faroles. Ni puedo ni quiero. Después de 60 años escribiendo sin frenos ni marcha atrás, ahora que se me ha puesto pinta de contento, no voy a silenciarme. Aunque siga prohibida la inocencia.

No sé si llegará a buen puerto el proyecto de Ley de Memoria Democrática que el gobierno trata de poner en marcha. Me temo lo peor, si no cuenta con la bendición de Ana Rosa que representa la otra España va a descarrilar. Porque sigue prohibida la inocencia.

Por si acaso me alcanza una teja antes de tiempo, gracias a los hombres y mujeres que desde sus responsabilidades históricas intentan lo que yo no conseguí en 1982: que se declarase nulo el simulacro de juicio que condenó a muerte al abuelo de mis hijos.

En 1982 a este país se le abrió de pronto la esperanza. Y se le cerró en los morros en cuanto comprobó a qué había venido exactamente el PSOE de Suresnes.

La esperanza que menciono era más una necesidad que un fundamento. Nació por muchas cosas, pero sobre todo porque al menos, en cuanto aquel gobierno se puso en marcha te permitió indagar, preguntar, seguir el rastro carcelario del abuelo que cerró su calvario años después en un campo de concentración y un exilio. Pero seguía prohibida la inocencia.

Porque lo que yo pedía al gobierno de Felipe González -después de un largo vagabundeo por tres cárceles y un campo de concentración, recoger aquella historia y ver que el procedimiento y la sentencia del abuelo eran los mismos de cientos de miles de españoles como él y Miguel Hernández- era la nulidad de un juicio que jamás debió celebrarse porque ni había culpable ni había garantías jurídicas.

Brevemente: el abuelo fue condenado por auxilio a la rebelión. Y el abuelo estaba agotando su adolescencia junto a la botica de León Felipe cuando lo llamaron. Masacrado por la aviación nazi, el ejército de la república se había quedado sin soldados. Y entonces el gobierno recurrió a los niños de 17 años. Se acababa la guerra, el abuelo llegó al frente, le pegaron enseguida un tiro en el pecho, la bala salió por la espalda, y al hospital para esperar la muerte que no llegó. Quienes llegaron fueron ellos con su condena.

(Déjeme el honor para otro soldado del otro bando. Es de Santa Inés, mi pueblo, y sigue vivo aunque haya muerto. Se llama Jesús Sánchez y siempre disparó al aire. Se jugó la vida para no matar a ningún español).

El gobierno de Felipe González enseñó enseguida la patita. Dijo que todos mis argumentos se cimentaban en la razón. Pero que hacer eso que yo y otros cientos de miles de españoles pedíamos daba mucha pereza. Dispuso una partida en los presupuestos y entregaron un cheque para reparar el sufrimiento de un hombre que se había dejado lo mejor de su vida en una carretera cortada. Seguía prohibida la inocencia.

Felipe González y aquel gobierno jamás entendieron que no se trataba de dinero sino de dignidad. Algo que al compás de sus vidas se ha demostrado.

Me temo que el gobierno actual ha pisado una mina y se le van a echar al cuello politólogos de todas las clases para desbaratar un intento de igualar todas las víctimas que por razones ideológicas (o ni siquiera eso) fueron condenadas sin juicio. Creo que mi calórico tiempo de buenas mañanas va a ser amortiguado por los salteadores de caminos, que prefieren los sarcófagos a la luz. Tienen todos los medios a su alcance para lanzar un arsenal de torpedos. Lo harán, ya se oye su tufo.

Pero no podrán con que la decisión de un gobierno aventador de igualdades y esperanzas nos encienda por primera vez un campo donde no haya un solo tribunal de la infamia, y no se borre de la memoria comunitaria el nombre de las víctimas, sea cual sea su ideología, credo o actitud ante la manera de vivir o haber vivido.

Como Jim Sheridan en 1993 yo hoy escribo para mi hijo en el nombre del padre. Ha llegado la hora de saber que, pese a que la eternidad de la memoria no da pereza sino vértigo, tiene que abolirse la prohibición de la inocencia. No se puede parar un río, no se puede inventar un hombre.

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