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El invierno de las calles
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El invierno de las calles

Actualizado 09/07/2020
Valentín Martín

Sólo se puede aprender aquello que se ama, sostiene el catedrático Francisco Mora, desde su centro cerebral de la neuroeducación. En realidad es todo más sencillo: en su homenaje a los maestros que nos enseñaron a leer, ha dado tralla al mundo de las emociones.

Los maestros despertaron en todos nosotros el vértigo que sólo dan el pan y la alegoría del papel. Yo no he olvidado a ninguno, desde que era un párvulo muy móvil hasta hoy que habito un microcosmos minifundista, arredrado por los obuses fisiológicos y los desencantos que a diario van desgarrando los pocos andrajos que cuidan mi espacio.

Leer te cambia la naturaleza casi vegetal por una copiosa cosecha de agua corriente. En la lectura está el hombre.

La tarde en que el hermano grande cumplió 14 años, se despidió de su maestro, dejó atrás a la escuela del pueblo, y corrió a casa.

Padre, que ya somos dos a ganarlo.

Así gritó con toda la euforia que cabe en la cría de un alucón que se parece tanto a los sueños de un niño. Porque padre y madre se había negado a ejercer la perversidad del poeta oficial de la tierra, el que dejó la escuela de pueblo para ser terrateniente antes que Pemán. El poeta oficial de la tierra que abominó después de Marcos Ana, entendía que un niño debe dormir solo en el monte para que se haga de acero su cuerpo, para que se haga de oro su alma.

Los terratenientes como el poeta oficial vieron siempre en los niños un granero fácil al que acudir si en las noches de verano antes de dormir, sentían ganas de que unas uñitas saliesen de su casa y les rascasen la espalda, daba mucho gusto. O un pichón con hambre que dejasen a sus hermanos, a sus padres, la cama de lana o de borra, y durmiese por la noche en el monte cuidando las vacas del amo.

Pero padre y madre no eran así. La modestia del amor no se vende, ni se rinde con hambre si no hay hambre. Así lo entendió siempre una clase de gente hija de su destino, pero encendida sobre todos los ríos a la hora del amor. El mismo Marcos Ana, a la hora de escribir, tomó los nombres de padre y madre para que no se perdiesen en aquella lejana alquería donde nació entre trigales que siempre eran de otro.

El hermano grande escribía muy bien. No con la liturgia religiosa y popular del poeta oficial, sino con la sencillez de un júbilo recién estrenado. Así se vio en los cuadernos de la escuela que dejó y que el hermano chico leyó tantas veces con la devoción de quien interroga a unas líneas de papel como si estuviera adivinando los ojos que antes jugaron ese juego sagrado de la creación.

Padre, que ya somos dos a ganarlo.

Así llegó el hermano grande a casa dejando un rastro flotando en la mejor luz de sus 14 años.

Pero el hermano grande perdió en 24 horas todos sus 14 años y la pasión por caminar ya junto a padre haciendo de la casa una austeridad más suave. De repente cayó postrado, como vencido por una sumisión secreta que nadie entendió. Padre y madre llamaron al médico. Pero el médico, que era vecino, no estaba. En un pequeño pueblo de 1.500 habitantes, el médico no estaba, andaba a sus asuntos envenados de sensualidades prohibidas.

Madre le preguntaba al hermano grande qué le pasaba. Y el hermano grande dijo siempre que no lo sabía. Madre le preguntaba al hermano grande qué le dolía. Y el hermano grande le contestaba que nada, madre, nada.

Cuando el médico volvió de su mundo y acudió al lado del hermano grande, ya era tarde. La sangre del hermano grande se había vuelto negra y espesa. El médico salió, se adentró en la maciza noche, y nadie supo si fue a su casa o volvió donde solía.

La madre se inclinó sobre el hermano grande y volvió a preguntar qué le dolía. Nada, madre, respondieron sus 14 años recién estrenados. Y en un gesto inaudito y tranquilo, hizo la señal de la cruz sobre su rostro y murió.

Muchos años después, el hermano chico, grabó en su memoria de padre el instante en que su propio hijo entró en coma a los 14 años también. Y cómo la madre, la nueva madre, se inclinaba sobre él rogando: respira, respira, respira.

El hermano chico leyó muchas veces los cuadernos del hermano grande. Vio que allí había literatura de verdad, se empapó de devoción más allá del orgullo, quiso reconstruir el rostro que nunca conoció salvo en una foto chiquita del blanco y negro, intentó aleteos de su imaginación por ver si se aproximaba al silbido de la hoz que los separó.

El hermano chico y el hermano grande estuvieron muy cerca.

Hasta que un día, no se sabe cuál, los cuadernos del hermano grande desaparecieron. Qué pasó. Esa pregunta no deja de taladrar la ansiedad de su memoria. Quizás fue madre, llegada la ancianidad en que la pausa vuelve todo más vulnerable, quien decidió arrancarse el dardo del hijo inexplicablemente muerto la tarde en que dejó atrás la escuela y llegó a casa con la euforia de sus 14 años.

Padre, ya somos dos a ganarlo.

Ochenta años han pasado y el recuerdo de lo que nunca vivió dormita todos los días en el corazón del hermano chico. Ya sabe que su mejor poema jamás se cumplirá.

Mi hermano.

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