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Dejarse vivir
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Dejarse vivir

Actualizado 06/06/2020
Ángel González Quesada

"El destino de la vida es el olvido. Pero nosotros luchamos desesperadamente por ser el recuerdo". VERGÍLIO FERREIRA

A estas alturas, ya nos hemos retratado todos. Por acción o por omisión, y con la paradoja de estar hoy embozados detrás de mascarillas higiénicas, cada máscara ha caído, cada artificialidad ha quedado en evidencia y cada quien ha ocupado su lugar en este desconcierto atroz donde cuesta reconocerse. Han tenido que ser las servidumbres que conjuran el mal las que hayan despertado conciencias y azuzado mezquindades, destapado talentos ocultos y habilidades escondidas, arrumbado falsos méritos y disuelto dignidades de cartón. Ha tenido que ser el cambio, la variación y lo distinto lo que denuncie la levedad de lo consabido y la auténtica medida de lo dado por hecho. Y la primera conclusión, asusta: la incapacidad para sentirse parte, la imposibilidad de lo común, la inquina hacia lo distinto. Los proyectos comunes que las sociedades se mentían hasta ayer nomás, han sido dinamitados por un egoísmo individualista creciente que niega la individualidad creativa y solidaria. La carencia de empatía, ha creado monstruos. Pero el dolor, ángeles. Mas no ha creado esa figura humana mezcla de virtud y duda que sabe escuchar y mira; no la persona de mérito y brújulas locas que pregunta y busca; no aquella imagen que teníamos de nosotros y que era solo el personaje de una ficción. El dolor no ha creado el ser de la mano tendida que creíamos ser, ni el cómplice del trabajo conjunto y camarada de la solidaridad que veíamos en nuestro espejo ideal, sino un monstruo malencarado interesado en sí, excluyente, egoísta y mezquino. Aunque la herida del silencio también ha creado el ángel de la ternura, y algunas olas de empatía que tanto costaba mostrar en un mundo de espaldas, emergen hoy, se pronuncian, besan, miran...; tan escasas...

Despertamos del sueño del bienestar, y la vigilia de un virus nos ha mostrado los pies de barro de una sociedad que respira en la inconsciencia, en el no saber y en la plusvalía. Era mentira, ahora lo sabemos, que el mundo era un cuenco de amor y crepúsculos marinos, sino que era un enorme mercado de equilibrios donde la boca cerrada se pagaba con la boca abierta a lo dulzón de la indiferencia. El despertar nos ha mostrado la auténtica medida y la exacta estatura del periodismo (bien corta), la política (indigerible), la economía (diosa) y la cultura (pan y circo). Y de nuestra propia capacidad de ser persona (yo, mi, me, conmigo). Mediocridades de pronto en el tendedero de la mirada directa, se derrumban rápidamente. Oscuridades y ninguneos que arrastraban su verdad y no pasaban por el aro, ahora son reconocidas, aplaudidas, reivindicadas. La vida de vivir puede ser, por fin, vida vivible.

Tal vez porque nuestro listón de tolerancia estaba mal colocado y no veía, o no quería ver, ni siquiera el espejo, faltaba humildad. Y ahora que todo se está derrumbando, ahora que la luz entró por los ventanales de la duda, ahora que vuelve a brillar la verdad, no caigamos de nuevo en el falso sueño de eternidad que ya los dioses no fabrican. Fabriquemos nosotros los nuevos dioses, igual que habíamos creado los anteriores, pero menos soberbios. La posibilidad está ahora al alcance de la mano y merecerá la pena aprovecharla. La esperanza está ahí, en un cuadro, en un poema, en la música. Y tal vez no será ya tan trabajoso como antes tener ojos y oídos, porque será dejarse vivir, escuchar el canto de un pájaro o aspirar el aroma de una simple flor silvestre puede llevarnos a ese lugar donde nada nos dolerá tanto como nos ha dolido este despertar. Aprovechemos ahora recién despiertos, ahora que todavía recordamos la pesadilla. Ahora, antes de que las calles vuelvan a llenarse de lobos.

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