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Un café con cristaleras
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Un café con cristaleras

Actualizado 06/12/2019
Redacción

Nunca he sido de ocios. Más que nada me he afanado en administrar el tiempo. Siempre. Y creo que jamás llegaré a saber si esa es mi mayor virtud o mi mayor defecto. Porque he aprovechado mucho ese recurso que se compone de días, de horas, de minutos y segundos. Lo he ido juntando, como una gota de agua que se une haciendo otra mayor; como cabe, un chorro que cae, en el cuenco que forman nuestras manos para calmar la sed (cuando podíamos beber de las aguas claras que encontrábamos a nuestro paso, con los dedos apretados para que nada se fuera por las uniones). Como un recipiente que forman piedras desgastadas en una fuente manteniendo la poesía de los años pasados y envasando el presente, en su discurrir.

Así, gota a gota, he podido hacer miles de cosas, pero sin parar. Crecer en mil direcciones de todo eso que me llama y, priorizando, supongo, según las necesidades de cada momento.

Ahora los tiempos los marca lo que a quien amas necesita. Pero hay un café que se deja, en esta etapa, compatibilizar con todo lo demás.

Al entrar, huele a infusiones y a corcho. Sus mesas con tapa de mármol y peana de hierro convocan a su alrededor sillas que también imitan otras épocas, ese sabor que me gusta paladear. Y casi desde cada una de ellas se pueden ver pasar las estaciones del año a través de las enormes cristaleras.

Se agradece el aire acondicionado y la sin de barril bien fría cuando los rayos del sol no tienen clemencia con el cuerpo humano, ver florecer el verde de la rotonda en primavera, amarillear los árboles, incluso sentir un cuchillo de aire frío cada vez que alguien abre la puerta para salir o entrar, cerrando un paraguas que se ha defendido, con dignidad, de la ventolera, y oír, a cubierto, los quejidos del cielo durante la tormenta.

Me gusta escuchar los vídeos de música, casi siempre con mucha marcha, que salen de sus pantallas; siempre inseparable compañera, nunca puedo ser ajena a ella, pues la disfruto esté donde esté.

Este café, además, se está convirtiendo en lugar de encuentros.

Hace un par de años pude quedar con alguien a quien hacía tantos calendarios que no veía? Él hablaba de sus amores, la lectura y la fotografía, y yo de las ganas de volver a escribir. Espero que su cámara continúe aumentando su colección de espadañas mientras se agolpan las palabras en mis escritos.

Así mismo ha sido escenario de presentaciones de nuevos familiares, grandes y pequeños (cómo pasa el tiempo).

Entre sus paredes intenté enjugar, no hace mucho, las lágrimas amargas de alguien a quien el continuado acoso laboral le hacía cuestionar incluso su impecable profesionalidad. Mundo de harpías, a veces, que pretenden buscar atajos minando los cimientos de almas férreas, curtidas de entregarse con ciencia y maestría en el día a día del trabajo. Me pregunto dónde llegarán, a base de artimañas, quienes no tienen ni para descalzar a quien pretenden, sin derecho, sin motivo, destruir, desbancar, desprestigiar o sustituir. Cuando la fortaleza es grande y se tiene la razón, nadie nos puede doblegar.

Y también allí me encuentro a veces con mi fiel amiga del alma que se adapta a mis horarios imposibles, en esa tan generosa amistad de años que se va confeccionando con tejidos de distintas formas y estampados según nos va pidiendo el guion de la vida, como si fuera una labor de patchword, puntada a puntada, que nos une más si cabe cada día.

Café de proyectos, de revivir etapas, de mirar un poco hacia atrás y siempre mucho hacia delante, en el que ir escribiendo la pequeña historia de nuestros días. Lugar de saldar y hacer cuentas de por dónde vamos y de todo lo que queda por hacer, de entregas desmedidas a aquello que nos gusta y que se convierte en nuestras pasiones.

Olor a distintos aromas y a tapón de botella, a cadencia musical en el talón o en la punta del pie, a anotar en la agenda y ver el wasap mientras los otros llegan, a tapas calentitas y taza de café rodeada por las palmas de las manos, a abrazos, a holas y "ya quedamos", a risas, a besos de despedida, a mirar, desde sus cristales, los pasos apresurados de quienes caminan fuera al ritmo imparable de la vida.

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