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Actualizado 23/11/2019
Ángel González Quesada

Sin, por el momento, explicación alguna de las autoridades educativas españolas, la OCDE se ha negado a publicar los resultados obtenidos en las pruebas de comprensión y capacidad escolares realizadas en nuestro país, porque se han detectado serias irregularidades -¿falsificaciones?, ¿pucherazos?, ¿chuleteo?- en las respuestas a los test de fluidez lectora realizados por más de dos mil jóvenes de diferentes lugares de España, que contestaron con inusitada velocidad a las preguntas, y cuyos resultados, de darse por buenos, nos situarían varios puestos por encima del que teníamos. Una vez más, y a pesar de que los responsables ministeriales se dediquen a echar balones fuera, culpar al ministro anterior, subrayar la pequeñez del porcentaje de irregularidades o aventurar fallos informáticos (esa excusa debería figurar en el frontispicio del Ministerio de Educación), la realidad es que de nuevo la probidad de la enseñanza en nuestro país queda en entredicho y seriamente desprestigiada en Europa, tanto por el informe PISA de capacidad y competencia escolar en Ciencias, Matemáticas y Lectura, como en el específico PIRLS de Comprensión Lectora, que es donde se ha detectado el posible fraude.

Sin que desde estas líneas se valore demasiado el mencionado informe PISA como buena herramienta de medición de la preparación y formación del alumnado europeo, ya que solo evalúa competencias relacionadas con necesidades del mercado, sí es cierto que sus resultados, sobre todo en comparación con similares ámbitos internacionales, informan claramente del nivel general de preparación de los escolares españoles. Basta consultar anteriores ediciones de este estudio, para comprobar que las posiciones que ocupan los alumnos españoles en el concierto educativo europeo son bajísimas en todas las materias y en cualquier comunidad autónoma (aunque pírricas diferencias entre ellas sirvan a corbatones de las menos malas para sacar pecho..., en lugar de darse golpes de ídem).

Las primeras sospechas de la OCDE apuntan a un fraude perfectamente organizado, dirigido a conseguir una puntuación global más alta (y falsa) en la evaluación de las capacidades escolares españolas. La falta de explicaciones claras a esa presunta estafa y la inmediata desaparición en los medios de las informaciones al respecto, hacen sospechar en un sentido muy claro. Podrán argüirse mil causas, achacables a los mismos alumnos, a sus familias, a las particularidades de la sociedad en que viven (la nuestra), a la economía y hasta la climatología para tratar de justificar este nuevo bochorno de la enseñanza española en Europa, y seguramente algunas no irán desencaminadas, aunque seguirá sin considerarse la primordial, es decir, la que culpe, también, a los enseñantes, colectivo que, como tal, nunca parece darse por aludido cuando de juzgar su competencia se trata, acostumbrando a culpar de los fracasos al "sistema", a la ley, a la familia o a los propios alumnos, manteniéndose ellos a salvo en una suerte de isla intocable azotada por todas las tormentas? ajenas.

Podrá haber excepciones pero serán solo eso, porque el manoseo y la colonización, la apropiación y la utilización política y, también, la incapacidad de los gestores públicos españoles en materia de educación, enseñanza y formación desde el fin de la dictadura, ha convertido la educación de este país en un monstruoso gigante analfabeto devorador de futuros, vocaciones y proyectos. Infectada de burocracia e intereses mercantilistas, de conflictos laborales, ocurrencias y egos, y sumida en la disparidad, dispersión y contradicción de legislaciones autonómicas, normas estatales, acuerdos municipales e incluso liturgias eclesiásticas, la enseñanza en España ha sembrado todos los ámbitos educativos y de formación (universidades, institutos, colegios, escuelas y centros públicos, concertados o privados) de malos hábitos y peores dinámicas, ocupando con caudillitos cualquier escalón funcionarial o laboral en aulas, pasillos y despachos. Hasta aquí, el "sistema". Ahora, la cruda realidad. Sumergidos en cálculos de puentes festivos, lunes enfermos, adjudicaciones, celebraciones locales, fiestas, escapadas, comidas, contrataciones, cenas, días de homenaje, bajas, altas, corpus, cumpleaños, patrones, carnavales, santos, vírgenes, vacaciones y aniversarios, los calendarios escolares se retuercen en los claustros desde los primeros niveles de enseñanza, y se manosean en los departamentos hasta el final de los ciclos, con más pena que gloria; pena por rellenar impresos, concursar a tiempo, compulsar, imprimir, conseguir traslados, alargar comisiones de servicio, superar destinos provisionales, remachar interinidades, proponer permutas o calcular sustituciones, que gloria por una labor docente adecuada, volando los meses, los trimestres y los cursos enteros a una velocidad imposible de medir en términos pedagógicos y mucho menos formativos; una velocidad quizá similar -¿o exactamente igual?- a la que demostraron los alumnos españoles en su prueba de comprensión lectora, al contestar en veinticinco segundos lo que otros en ciento veinte. O no.

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