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Cuando el día es más largo. Y la sombra, pequeña
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Cuando el día es más largo. Y la sombra, pequeña

Actualizado 21/06/2019
Catalina García García-Herreros

Cuando el día es más largo. Y la sombra, pequeña | Imagen 1

Quince horas y media de sol suspendido en el cielo y siempre te quedas con ganas de más. La luz subleva los poros de la piel tendida hacia afuera en el alféizar de la ventana. La lentitud del verano bulle. Su perfume recién abierto, ensimismado.

Solsticio. El día más largo y la noche más breve parecen poca cosa, repetidos desde el principio del giro del mundo, más antiguos que las moléculas y los animales tardígrados. Pero es tan bonito salir a caminar por la noche y que sea, todavía, de día, tan bonito saciar esta sed de luz. Entrecerrar las pestañas y dejar que el sol dibuje gotas de miel en los ojos cuando es casi medianoche y el cuerpo sigue lleno de serotonina y no hay quien lo ponga a dormir.

Soñé que nadaba en el magma soñado por un animal prehistórico. Era un magma translúcido y tenía, por dentro, estrellas, dibujos de formas con luz. El sueño del animal estaba frío pero poblado de universos y yo pedía permiso y entraba de puntillas y empezaba a sumergirme. «No tengo mi traje de buzo», le decía, pero el animal seguía soñando un universo tranquilo donde no faltaba oxígeno y se podía respirar. Recuerdo también una puerta y, junto a la puerta, un letrero que decía «esta es la casa del sol». La casa se abría sola y tenía una hoguera encendida, una fiesta de personas descalzas que hacían un ritmo con los pies mientras batían cascabeles en las manos. Ellos, según me explicaron, hacían el turno de los ciclos del mundo: había unos encargados de tronar, otros se ocupaban de colgar el arcoíris, otros medían la espesura y la inclinación de las lunas menguantes.

«Pasa», me dijeron, aquí está lo que buscas, pero te advertimos que no es una respuesta. Qué busco, pregunté, y se quedaron quietos. Tuve miedo de haber estropeado la fiesta, pero cuando quise empezar a cantar, la hoguera crepitó. Me instaron a seguir mirando, me pidieron que tuviera los ojos abiertos. El animal prehistórico seguía dormido y yo estaba inmersa en el centro del magma de su sueño. Tuve miedo otra vez. Me sentía sola. La casa del sol parecía tener frío sin el ruido de los cascabeles. Yo quería saber y extendía mis manos hacia el fuego, pero solo sucedía una larga espera. De repente, supe que debía rodear la hoguera y mirar del otro lado. Allí estaba la cara oculta, era una pizarra sobre la que alguien había escrito, en un lenguaje febril, el siguiente mensaje: La noche es necesaria.

La noche es el vientre donde la luz se gesta, susurraron. Entonces, fulminada por la grieta de un relámpago oscuro en el corazón del sol, cerré los ojos. Supe que soñaba dentro de mi propio sueño, sudaba, los sueños del solsticio se superponían como capas geológicas. Comprendí que la noche era una arcilla para meter allí las manos y modelar los mundos de la posibilidad. Cuando desperté, los danzantes habían continuado la fiesta, estaban haciendo tronar los sonajeros y una señora que se hacía llamar lluvia, con los cántaros llenos de frescura, preparaba sus tormentas de verano.

A veces, entender y saber son dos cosas distintas. Aquel fuego del centro de la casa del sol tenía una noche en la espalda y esa noche era el nido y la entraña, el útero en donde crece lo que se convierte en mundo porque, en el principio, todo es oscuridad. Desde entonces, abrazo mi noche, la cultivo: a esta noche mía que se parece al silencio, la riego con cordura y con locura, la abono con sueño y lucidez, me la dejo crecer entre los dedos, la acepto, y juego a ser Jonás en el estómago de aquella ballena hasta que encuentro la primera palabra ?un hilo que ordena lo que no tiene nombre? y el animal que me había devorado me deja volver a salir.

En la noche anida el fuego que la agrieta y la convierte en los contornos de las cosas que se ven con el alba. La luz germina en la noche, arraiga y, de las fibras de lo oscuro, se alimenta hasta que ya puede nacer.

Cuando desperté era solsticio, ¡mi anhelado solsticio de verano!, el día más robusto de los meses, tan feliz. Pero el sueño me había enseñado algo. Recordé que en la sombra del fuego de la casa del sol estaba escrito la noche es necesaria. Y comprendí la razón del equilibrio.

Salamanca, 21 de junio de 2019

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