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Requiem por la memoria bienamada: Ana María Martín Gaite
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fallece la hermana de la famosa escritora

Requiem por la memoria bienamada: Ana María Martín Gaite

Actualizado 28/05/2019
Charo Alonso

No hay mejor homenaje a estas dos mujeres irrepetibles que pasar por delante de su Plaza de los Bandos, bajar por la Calle Concejo y entrar en El Casino

A Ana María yo la estaba esperando como un regalo. La esperaba para conocerla, la esperaba para preguntarle por su trabajo de albacea de la memoria de su hermana, Carmen Martín Gaite. La esperaba para la clausura, el día 9 de junio, de la muestra dedicada a la escritora salmantina. Sin embargo no ha podido ser, Ana María, Anita, ha muerto a los 95 años en un hospital madrileño.

A Anita le dedicó Carmen en 1958 la novela que la convertiría en una autora amada por los lectores y respetada por los críticos. A su hermana, que se cayó por la escaleras con su primer traje de noche y no paró de reírse, así reza en la dedicatoria de una novela que retrata como nadie los años cincuenta salmantinos, años de bailes en el Casino, de rebecas decorosamente cerradas mientras las chicas, siempre juntas, paseaban por los soportales de la Plaza Mayor, acabadas las clases de corte y confección, antes de la cena.

Las niñas del notario de la Plaza de los Bandos y de su mujer, la gallega, eran estudiosas y distintas. Hicieron el bachillerato en un instituto público y acabaron sus carreras sin echarse un novio en los bailes del Casino. Un aviador, que era lo más lucido, o un estudiante de notarías con familia de ganaderos. A las niñas del notario, que era amigo de Miguel de Unamuno, se las llevaron con el traslado del padre? a la una le pudo el veneno de la literatura que ya había probado en las charlas de filosofía y letras en Anaya, con Ignacio Aldecoa, a la otra le pudieron las lenguas, el trabajo, la tarea diaria de ser mujeres independientes. Mujeres que supieron bandear todas las desgracias, apoyándose en el dolor, pero sin ahogarse y ser enredadera.

Cuando a Carmen, famosa escritora, autora infatigable de artículos, novelas, cuentos, traductora y conferenciante se le murió la hija que era su sombra tras la partida de Rafael Sánchez Ferlosio, dijo en una entrevista memorable que no quería vivir junto a su hermana Ana María. Que iban a estar las dos hablando del difunto tal y cual y que eso no era vida. La vida recobrada para Carmen en su maravillosa novela Caperucita en Manhattan de 1990. La vida dolorida, la vida fragmentada, la vida que sigue siendo literatura, trabajo, tarea diaria? porque Carmen Martín Gaite, en palabras de su hermana, murió aferrada a sus cuadernos, trabajando todavía. Murió en la casa de El Boalo que compró su padre para salir de Madrid y en la que compartía el verano, plantas separadas, escaleras independientes, con su hermana Ana María. Juntas y resueltas, las hijas del notario, las niñas de la Plaza de los Bandos, las jóvenes que van a bailar al Casino.

Yo supe de la muerte de Carmen Martín Gaite por la radio, regresando de Hannover un verano. La noticia me dejó callada kilómetros enteros de autovía francesa recordando a la dama de los cuadernos, a la mujer de la melena blanca ¡Entonces cuando ninguna mujer llevaba el pelo valerosamente encanecido! Yo a Carmen la quería como si fuera algo mío: me dio clase de lengua una compañera suya, la leía con devoción y la escuchaba con reverencia. Y tuve la suerte de verla y oírla varias veces: en una conferencia en mi instituto que era el suyo, en su facultad que era la mía, y en la Casa Lis cuando era Casa de Cultura, mano a mano con Don Gonzalo Torrente Ballester, amigos, cómplices, fantásticos interlocutores. De ella conservo libros, entrevistas, un autógrafo bello, un recuerdo imborrable y una fascinación amorosa y reverente.

Y era todo esto lo que yo le quería decir a Ana María, allí mismo en el Casino donde tanto bailaron las dos hermanas, las del notario, esas que tanto estudian y que se van a quedar para vestir santos. Y es en el Casino donde sigue la muestra de una vida dedicada a la escritura. Una muestra que quiso Ana María que estuviera entre estas paredes, fotos, libros, documentos, paneles donde recordamos la vida y la obra de una salmantina con alma gallega y corazón madrileño que quiso que la enterraran en el Patio Chico, pero que dejó su huella mortal en un pueblito donde su hija había perseguido ranas y pájaros, el lugar donde reposan los padres, la hija, la escritora, y reposará quien custodiaba con celo la obra de la hermana.

Ana María se hizo más grande con la muerte de Carmina. Quijote contra el olvido, un olvido que no es otra cosa que los vientos caprichosos de la moda literaria. Porque Carmen Martín Gaite ya está entre las grandes. No precisa de nada para reconocer que estamos ante esa conjunción extraña entre el amor infinito del público ?al que adoraba conocer en persona en la Feria del Libro donde su boina y su pelo eran el mejor adorno de su sonrisa- y el reconocimiento de la historia de la literatura. Los del cincuenta, aquel grupo de amigos que no quisieron seguir las normas y que se alimentaban de neorrealismo italiano. Murió Ferlosio, había muerto ya, olvidada de todo, Josefina Aldecoa, a quien su hija Susana no sabía cómo decirle que había muerto Carmina. Ana María se hizo custodia del legado, cajas y cajas de una escritora que trabajó mucho y que además, todo lo guardaba con vocación de notario. Un legado que por unas razones o por otras, no se quedó Salamanca, sino que se fue a Valladolid, allá donde están los que mandan, y que tomamos prestado en esta muestra que nos acompaña en El Casino, como si no fuera nuestra, nuestra Carmina.

Fotos, libros, un paseo por la vida inesperada de una chica de provincias que no se dejó atrapar entre visillos. Una vida esforzada, una vida entregada a la escritura, una vida golpeada por el infortunio de perder a sus hijos ?un bebé, Miguel, y aquella hermosa muchacha de alas chamuscadas- y ser besada, eso sí, con el reconocimiento de aquellos que te premian, te quieren, te entregan, te leen y te lloran? y ahí estaba Ana María para recordárnoslo. Para recordar a una generación de pluma y de pelea, mujeres que se apoyaban frente a la desdicha: Ana María Matute, a quien le arrebataron el hijo tras la separación, Josefina, viuda muy tempranamente de Aldecoa, Carmen, Carmina? las tres sonríen en una foto y recuerdo que a las tres las conocí personalmente, que las tres me fascinaron con su genio, su elegancia, su originalidad, su pasión, la generosidad de su tiempo. Un tiempo que supieron hurtar a la uniformidad, al discurso consabido, a la incomprensión de su trabajo. Sin embargo, qué fuertes, qué bellas, qué tenacidad tuvieron para seguir, escribiendo una línea más, una novela más, una página más? voluntad de bello hierro.

Ha muerto Ana María y la memoria que ella quería mantener de su hermana la escritora recorre las paredes del lugar donde tanto bailaron, donde pasearon ese vestido de noche arruinado tras la caída. Ambas compartieron lecciones, libros y juegos en el cuarto de atrás. Ambas se curaron las ausencias y festejaron el reconocimiento. Un reconocimiento que se vuelve escuela, calle, estatua, plaza, amor, libro compartido. Carmen Martín Gaite y sus cuadernos de todo, Anita abriendo las cajas del corazón, las estancias secretas de la memoria de quienes han crecido juntos en el calor del hogar y de los recuerdos. No hay mejor homenaje a estas dos mujeres irrepetibles que pasar por delante de su Plaza de los Bandos, bajar por la Calle Concejo y entrar en El Casino. Hay una rebeca azul sobre la silla, el perfume sutil de una muchacha que acaba de levantarse para bailar entre estas columnas que hoy guardan la memoria de otro tiempo. La hija del notario, la pequeña, Ana María, sí, la hermana de Carmina?

Charo Alonso.

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