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La Mochila
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La Mochila

Actualizado 12/04/2019
Redacción

Echo una mirada a los 180º de paisaje que hay ante mí, y veo los distintos matices del mismo cielo, estando completamente gris por mi izquierda, y clareando poco a poco a medida que giro el ángulo de visión. El plomo que se extiende en gran parte de esta visera va mezclándose con blanco, para estar más descolorido, y va acabando al otro extremo en algodón cardado con reflejos de luces en un manto de intenso azul.

Abajo, minúsculas construcciones, muy lejanas, salpicadas entre sí, forman un pequeño nacimiento navideño que siembra de mano humana esta alfombra de árboles que apenas ofrecen color en sus troncos y que van verdeando a medida que se recortan en lo grisáceo del cielo. Se oye el discurrir de algún coche lejano. El río, estoy segura, camina lento.

Pienso que no hay nada como lo natural, lo que regala el día, para disfrutarlo desde el primer momento.

Salgo a la calle, camino deprisa, y voy mirando a casi todo, porque casi todo, casi siempre, llama toda mi atención. Posiblemente porque tengo esa tendencia a recibir tanto como se me ofrece, a escuchar, a mirar, a ver, a beber lo que veo, a paladearlo entre las zancadas de un nuevo día para hacerlo aún más nuevo. Quizás porque preciso esos pequeños cambios en las jornadas que marcan la cadencia de la vida.

Observo algo situado al borde de un contenedor que encuentro a diario, y a medida que me acerco la imagen se va haciendo más clara. Efectivamente, al pasar de largo veo que es una mochila. Supongo que alguien la ha dejado allí con cuidado, y me pregunto quién o qué hace que se deposite en ese lugar un objeto en el que al pasar se ven desgastados los bordes inferiores, que se adivina en uso, que se observa colocada con cierta dosis de esmero.

Continúo por el trozo del parque en el que siempre pasean perros, donde los dueños intercambian hábitos y costumbres de sus mascotas, donde coinciden y se saludan y quedan y se desean buen día. Algún ladrido, también, del saludo de los perros.

La mochila, con su vida, sigue en mi cabeza. Intuyo la ilusión del primer día, la de cosas que se habrán llevado dentro, el cariño de su compañía, los secretos que a diario cobijó, la marca que hizo en el hombro (a buen seguro se sujetaba sólo con una de sus correas para no usar el tiempo de encajarla en ambos), cuántas cosas diversas cabrían en sus bolsillos? A cuántas citas asistió, en ella cuántos poemas se guardaron?

Una cola espera las noticias del quiosco, se intercambian saludos, gracias y adioses hacen coro a un sonido de monedas.

Entre las cremalleras el color era marrón. Entre el bies, en la parte que más se ve, tenía unos estampados en tonos blancos, nada concreto, que le daban personalidad.

Cuántas escaleras habrá subido y bajado, cuántos toques en los hombros habrán soportado (tronco, tío, passa?), cuántos timbres la habrán vaciado o llenado apresuradamente?

Escuchaba, sin duda, la música que salía estruendosa de los altavoces del móvil. Y los pensamientos fugaces de esa cabeza que la paseaba.

El cielo, con prisa, se vuelve muy gris. Quizás ya no pegaba con la edad. Probablemente duró demasiado, y el cambio que la vida necesita precisaba otro estampado.

Caen gotas con desgana. La mochila se habrá mojado.

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