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Vida literaria
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Vida literaria

Actualizado 04/04/2019
Redacción

Una amiga escritora de Salamanca -Charo Alonso- me decía tiempo atrás que envidiaba a Madrid porque aquí siempre pasan cosas. Se refería a que a diario las catacumbas se llenan de poetas y músicos, y nacen libros como churros. Bueno, que no todos son como el buen chocolate de San Ginés, cerca de donde tocaba por las mañanas el órgano de la iglesia de San Antón el último bohemio Ángel El Reverendo, el mismo que por las noches le daba al piano en los bares junto al Gran Wyoming. Ángel El Reverendo tal vez merecía un libro, ese sí. Basta por ahora con el enunciado de su compañero Wyoming: Ángel era el hombre más vago del mundo. Yo añado que -hijo de un padre de la patria que le escribía los discursos a Franco- fue un buen músico que eligió la libertad.

Si te dejas domesticar por la vida literaria de Madrid, comulgas con todo lo que está escrito. Y te puede entrar el baile de San Vito si te entregas a la liturgia de dejar tu huella acudiendo a tantas invitaciones de bodas presuntamente culturales, que en Madrid se casa mucho la gente.

Me hablaba de su ansia precisamente esa escritora salmantina -Charo Alonso- que, como José Menese en el flamenco, toca todos los palos con la dignidad promiscua de una conspiración puesta siempre en jarras y que desconoce el arrepentimiento. Es muy buena, ya quisiera Madrid.

Yo desamo la vida literaria tanto como amo la literatura. Lo mismo le pasa a Juan Marsé o a Cormac Maccarthy, por poner dos ejemplares de dos culturas tan diferentes. Si la vida literaria te obliga a festejar a Mari Pau Janer o María Dueñas, mejor ser el lobo solitario de Borau en "Furtivos" que encarnaba el cantautor Ovidi Montllor enamorado de su madre Lola Gaos. Una Lola a la que yo saludé las mañanas de muchos años, cuando salía de su casa -en el mismo portalón de Cela- para pasear a su perrita y a su enfermedad de crohn. Buen poeta su hermano Vicente que ganó el primer Adonais de la historia. Los dos están muertos.

La vida literaria de Madrid hoy es de trajín y aluvión, y algunas veces como los tomates del plástico almeriense. Es como cuando te enamorabas de doncel, lo hacías continuamente y la mayor parte de las veces sin correspondencia. Con el tiempo te dabas cuenta de que la chica era más de Oscar Wilde dividida en sus cuatro cuadros, pero a veces la mocita tenía corazón, y aunque estaba deshabitada de ti, decía con la mejor de sus dulzuras: Me pones en un compromiso. Y no se refería al bolero que cantaba Antonio Machín sino a los besos que tú le dabas con urgencia en los recovecos oscuros de San Benito, a salvo de los jesuitas de La Clerecía.

Qué hambre y qué sed y qué ganas y qué todo.

Y ahora, ya ves, en la vida literaria de Madrid no das abasto. Y esto te lleva al compromiso de Machín. Se lleva mucho el quid pro quo, y la habilidad de algunos escritores y escritoras de estar en dos o tres sitios a la vez. Como las vírgenes tan españolas.

Hombre, algún rastro de crueldad resiste, como el de Camilo sentado ya en el café y viendo llegar a Buero Vallejo por la acera. Ahí viene Buero que en paz descanse, decía el censor y posible delator de Iria Flavia que luego fue Premio Nobel. De Cela se conserva la memoria de su oficio de vigilante de colegas, y su carta en la que ofrece sus servicios a la dictadura para informar sobre quién es adicto al Régimen y quién no. Y pide ser trasladado a Madrid porque desde aquí podría hacer mejor su trabajo. Qué enigma hay en cada ser humano, porque luego escribió en 1951 la obra más demoledora contra el franquismo. Y a él se deben Umbral y varios escritores jóvenes desde sus Papeles de Son Armadans.

Es cierto que Buero Vallejo -el mejor dramaturgo español, junto a García Lorca, del siglo XX- fue un hombre triste con motivos. Era uno de los vencidos. Condenado a muerte (coincidió en la cárcel con Miguel Hernández), habían fusilado a su padre, se le mató un hijo, y vivió en la España que nunca soñó y contra la que luchó.

Hagamos un eclipse de piedad con nosotros mismos para no retroceder hasta la vida literaria madrileña de los vencedores en aquellos años 50. Porque nos toparíamos con César González-Ruano y sus compinches nocturnos, conocemos la perversidad verdadera y se nos acaba la fe como a los dos de Emaús. Yo le prometí a Marta Marco Alario las hazañas bélicas de César en el salón de su casa con sus amigotes mientras la ciudad dormía, el papel que jugaba allí un famoso humorista que en paz descanse (nunca un hombre fue tan humillado), y una terrible historia jamás contada y tantas cosas de un escritor vivió y se quedarán sin rastro fuera de la oralidad amiga. Eso sí: lavándome después bien la boca. No lo haré porque no quiero que a la muchacha de Guadalajara se le pongan los pelos de punta.

A veces sucede que la vida literaria te obliga a ser escéptico dentro del pesimismo, si te enredas en los escritores y en los hombres y las mujeres de la tribu. Pero otras, te hace casi feliz. No sólo porque roce la literatura sino porque en ella vive gente comprometida con la gente. Cela sólo es un ejemplo de la misma contradicción que somos todos.

La vida literaria de Salamanca en los 60 estaba arropada de sol, compromiso y peligro. Fue un intenso amor en movimiento. Luego -ya tarde- abrí los ojos para ver la mentira: no fuimos la generación de los sueños. Los sueños quedaron para los más deslenguados, los que veníamos de una incitación a vivir la manera en la que cabían los demás o nuestra vida no valía nada. Éramos solamente un microcosmos inevitable. Otros miles de jóvenes dieron paso hacia los proyectos que hoy nos gobiernan conduciendo hacia atrás. Y aquella libertad está en retroceso, salvo en algunas inocentes islas a las que les duelen tantos olvidos. Confieso que a mí me duele también alguna presencia salmantina que succiona y suplanta desde un perpetuo homenaje las sílabas de otros nombres.

La diferencia entre una ciudad universitaria y las ciudades con universidad que vinieron después está en que en la primera el espíritu universitario que es tan crítico como curioso, vivía en la calle. No sé en qué punto quizás Salamanca pasó de ser una ciudad universitaria a una ciudad con universidad. O si está en camino.

La vida literaria de entonces impregnó la comunidad hasta abrir las ventanas con aires distintos y necesarios que empezaron a venir de fuera, y con los ventarrones que desde dentro empujaron hasta expulsar la mansedumbre y el miedo. Esta mañana, amor, tenemos veinte años, dejó escrito Rafael Alberti en la tumba de María Teresa León. Salamanca entonces tuvo 20 años, y creíamos que sería para siempre.

Medio siglo después este amor sabe a derrota.

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