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El don de la repetición
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El don de la repetición

Actualizado 25/03/2019
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Cuando uno se levanta ella tiene ya la ropa lavada y tendida. Se preocupa por si es día húmedo o por si sopla un viento diligente que en pocas horas contribuirá a tener la colada preparada para un buen planchado. A esa hora ya ha ido a comprar el pan y demás aditamentos para el buen desayuno de los suyos. Es necesario decirle que se modere porque quiere concentrar los cuidados de todo un año en unas pocas semanas.

Dice que se cansa y es que quiere hacer lo mismo de siempre. Llevar la casa y si hiciera falta seguir trabajando fuera. Pero no lo hace porque ha cumplido con creces las ocho décadas, aunque el calendario que marca el ritmo de su cabeza ande descuadrado, inconsciente del verdadero paso del tiempo. Por eso cada vez que se da cuenta de la fecha, se asusta de verdad. No por ningún temor ancestral, sino porque entre idas y venidas se le han pasado los días, las semanas, los años.

Como nació en diciembre y es una adelantada a su tiempo -por mucho que no lo sepa-, en cuanto tocan las campanadas se añade automáticamente un año: "¡Este año nuevo ya cumplo X !". Sí, pero más de once meses después. Lo cual no quita un ápice de incredulidad a su razonamiento y a su asombro verdadero.

No parece que añore épocas pasadas. Se acomoda a los cambios con esa fatalidad flemática que ha ayudado a sobrevivir a generaciones de isleños y a adaptarse a un medio a la vez limitado y abierto. Sus rutinas le ayudan a mantener el orden, que se descabala un poco cuando viene la familia y se reordena enseguida, ya que al fin y al cabo las visitas también forman parte de la tradición familiar y del transcurrir de los meses.

Entonces es cuando ella aprovecha para contarles cosas a sus nietas. Lo que ya contó a su hijo tantas veces. Se acuerda más de su madre que de su padre y eso que ella les dejó muy joven, pero con su personalidad de matrona mediterránea y su honda sabiduría rústica marcó de manera definitiva la memoria familiar.

Cuenta lo que decía su madre en cuanto tiene la menor ocasión y repite lo ya contado, con plena consciencia. Los que la escuchan le dicen que sí, que ya se lo saben de memoria, pero a ella le da lo mismo, porque cumple con su deber de mantener la huella fresca de los dichos y los hechos pasados, como si se tratara de recordar al más sagrado de los profetas.

Las nietas la entienden poco, no porque no conozcan su lengua. La conocen bastante bien, aunque no se atrevan a hablarla. El caso es que casi no pueden imaginarse de qué está hablando, porque les falta la mayor parte del contexto. Alguna en la adolescencia está pensando en otras cosas. Otra que ya la pasó piensa que estamos otra vez en lo mismo que ha oído ochenta veces. Y la pequeña, que lo oye por primera vez, trata de hacerse a la idea sin saber mucho de qué va la cosa.

Si vienen bien dadas habrá ocasión de que el auditorio madure y se dé cuenta de que tiene delante un tesoro, que haría bien en memorizar porque tal vez dentro de muchos años tenga la suerte de mantener esta valiosa cadena con sus nietos respectivos.

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