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El florero
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El florero

Actualizado 11/03/2019
Lorenzo M. Bujosa Vadell

A la altura de los tiempos en que estamos sería absurdo, pero sobre todo injusto, discutir la necesaria igualdad entre el hombre y la mujer. Es cierto que una democracia no lo es si no trata, en lo público y en lo privado, de manera equitativa a todas las personas, sean del sexo que sean, tengan el color que tengan, profesen la religión que profesen -si es que quieren profesar alguna-, y tantas otros rasgos personales e intransferibles que componen nuestra variada personalidad.

Eso incluye también considerar de manera desigual a quienes son desiguales, porque aplicar la tabla rasa sería desconocer la realidad, las abigarradas aristas del trasfondo material en que se deben aplicar los principios generales. Y, en efecto, la realidad es plural y caprichosa. Fruto de los avatares de la historia, con mayúscula y con minúscula. De las grandes eras, en las que la aparición de la mujer ha sido tantas veces tan excepcional como dudosa, y de las pequeñas costumbres domésticas, que reflejan en el seno de cada hogar los desequilibrios globales de los que casi todos somos conscientes y cuya transformación se está pidiendo a gritos en estos días por las calles del mundo.

Es evidente que no hay una igualdad real, en parte porque no es bueno que la haya: cada uno debe ser tratado según sus necesidades, y ya hemos tenido experiencias de ingrato recuerdo en que la imposición de unas supuestas equidades -igualdades literales- suponía privar de las principales libertades a la mayor parte de la población, a la que se redujo a simple medio de producción, olvidando conceder un amplio margen de autonomía de voluntad para el desarrollo de cada cual.

Pero eso no significa que debamos renunciar a ese propósito, que no debemos confundir con una mera utopía: es preciso reducir cuanto antes los diferentes tratos por meras razones de sexo y condición, porque no tienen ningún sentido en la sociedad que estamos contribuyendo a conformar. La compleja ecuación entre la libertad y la igualdad debe articularse con el respeto a todas las diferencias, pero con la mira puesta en subsanar las inequidades, para lo cual son imprescindibles medidas de compensación, de fortalecimiento y de justicia.

No voy a entrar en teorías sociológicas ni en matices políticos, para lo cual tenemos desde hace tiempo argumentados tratados científicos y hasta bellas obras literarias, de las que se deducen fases evolutivas y cambios paulatinos hacia ese imprescindible contexto de realidad transformada y más equitativa. Sí nos interesa la urgencia evidente de superar, de una vez por todas, las graves anomalías que llevaron a la mitad de la sociedad a ser considerada como ciudadanas de segunda clase, así como erradicar de una vez por todas los defectos en las relaciones interpersonales que se derivan de una desconsideración del que demasiado tiempo se consideró con craso error "el sexo débil".

Adonde quiero llegar es a subrayar que hay importantes cuestiones de fondo que deben ser agarradas por los cuernos y a las que urge dar soluciones rápidas. No dejaremos atrás estas dificultades mientras lo único que nos preocupe sean las formalidades y las apariencias, que nos llevan a seguir tratando a la mujer como al florero, como un simple elemento decorativo que debe estar porque sí, porque si no se nos desequilibra la foto o no damos muestra de modernidad. Mientras no arreglemos los problemas concretos eso solo debería engañar a los que se quedan mirando el dedo, en lugar de mirar la Luna.

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